Personne ne me verra pleurer (vo)

Joaquín Buitrago es fotógrafo de internos del manicomio La Castañeda, en México en los años 20. Su obsesión por una de las enfermas le lleva a hurgar en su historia para descubrir que la conoció años atrás en el burdel La Modernidad. Matilda, proveniente de los olorosos campos de la vainilla, llega a la capital para comenzar su ascenso social, sin embargo, el tío que la recibe la utiliza para poner en práctica una serie de teorías medicosociales. Matilda se empeñará por sobrevivir en una cuidad despiadada donde la mayoría de las mujeres de estrato social bajo no tienen mayor opción que desempeñar los trabajos más ingratos. Este fragmento se sitúa en un momento clave para la protagonista, pues esta acaba de abandonar el hogar del tío que la había educado para vivir sola trabajando como obrera en una fábrica de cigarros y más tarde, por circunstancias del destino, como prostituta


Matilda y Cástulo nunca hablaron de amor.

Al día siguiente se dirigió a Balderas y poco después consiguió un empleo como operaria en una de las líneas de producción de la cigarrera El Buen tono : treinta y cinco centavos al día, doce horas diarias. El olor a tabaco siempre le trajo el recuerdo de Cástulo. Durante los primeros días hacía esfuerzos por fijar los rasgos de su cara mientras realizaba mecánicamente su trabajo, pero conforme pasó el tiempo los olvidó por completo. Justo como la primera vez que descubrió su ausencia en su cuarto de la casa de los Burgos, Cástulo Rodríguez se convirtió sólo en un nombre, un producto más de su imaginación. En la cigarrera, Matilda se volvió sociable por primera vez. Más que un súbito cambio de temperamento, su transformación estuvo ligada desde el inicio con la necesidad. Para sobrevivir en la ciudad de México a los veintidós años, una muchacha sola dependía de la bondad ajena y de la caridad. Matilda, además, se veía tan flaca y desvalida con el cabello atusado y su sonrisa discreta, que su presencia suscitaba buenos sentimientos. Las mujeres de la fábrica le tomaron aprecio. Una de ellas le alquiló un catre en un rincón de su cuarto de vecindad y otra, al descubrir que sabía escribir, la invitó a compartir sus tortillas y frijoles a cambio de una docena de cartas de amor.

Matilda se adaptó a su nueva situación rápidamente y con buen humor. Ni la señora Esther Quintana y sus dos hijos, con quienes vivía, ni ninguna otra de las muchachas de El Buen Tono la oyeron quejarse jamás. A pesar del compañerismo y la pobreza compartida, sin embargo, había cosas, actitudes, que llamaron su atención. Diferencias. Matilda daba los buenos días y se aseaba a diario antes de las seis de la mañana aunque no hubiera jabón. Cuando los hijos de Esther se enfermaban, sabía perfectamente qué remedio debían tomar, y en las ocasiones en que regresaban con las rodillas ensangrentadas del mercado donde cargaban bultos por un par de centavos, los curaba con mano firme y eficaz. Algunas noches, especialmente los domingos, apartaba una media hora para leerles las noticias de los periódicos que se encontraba tirados por la calle, y cuando logró rescatar una pizarra de un montón de basura, los enseñaba a dibujar las vocales y a unirlas unas tras otras hasta formar palabras con un pedazo de tiza. Esther, viuda a los veinticuatro años, con el rostro ajado y sin dos dientes, la veía acomodar sus pocas pertenencias y sembrar geranios en botecitos de estaño. No podía imaginar, por más que lo intentaba, qué era lo que movía a Matilda a tratar de embellecer un lugar que se resistía a cualquier belleza. Pronto, los vecinos empezaron a presentarse a deshoras en su vivienda con niños afiebrados en los brazos, maridos en pleno delirium tremens y nueras con fracturas. Matilda, tal como había visto hacerlo al tío Marcos, les tocaba la frente, les tomaba el pulso y, a falta de estetoscopio, acercaba su oído al pecho. Luego, sabiendo que las medicinas de patente estaban fuera de su alcance, les recomendaba tés, ungüentos o simple fe en Dios entre sonrisas y palabras alentadoras. Algunas veces, cuando la condición de los enfermos no tenía remedio, les sugería ir a los hospitales o consultar a un médico profesional, pero para ellos esos lugares eran más de perdición que de salud y los doctores tenían reputación de policías. En una ocasión llegó a prestar ayuda a una mujer en trabajo de parto en su cocina. Como agradecimiento, sus pacientes le regalaban lajitas de jabón, bolsitas llenas de granos de café traídos de sus tierras en provincia, azúcar, hilaza de colores, extracto de rosas hecho en casa. Todo lo compartía con Esther y sus dos hijos, quienes, como los demás, la llamaban « la doctorcita ».

Lo único que Matilda no quiso hacer durante ese tiempo fue hablar de su vida. Cuando las trabajadoras se ponían a charlar sobre sus cortejos, sus embarazos y abandonos, Matilda guardaba silencio, parpadeando. Los relatos, muchas veces, le causaban pesar. A ella nadie le conocía un hombre enamorado o un pariente. La muchacha parecía salida de la nada. Sin historia, vacía como una página en blanco, Matilda sólo era conocida por su buen temple, su buena letra, sus conocimientos de medicina. « La doctorcita ». Le gustaba eso, dejar de ser, caminar en el anonimato de las calles, sin despertar sospechas. En los cumpleaños o las fiestas organizadas para la Virgen de Guadalupe, ella era la invitada desconocida. Entre tablajeros y operarios, cargadores, curtidores y aguadores, la risa de fiesta era de libertad. Por unas cuantas horas se olvidaban del horario, de sus quejas, de los milagros que le pedían a Dios. En la atmósfera saturada por el humo de los cigarrillos Buen Tono y por el aroma del alcohol barato se respiraba sobresalto, la urgencia de apresurar el gozo, la compañía. En la algarabía de esas reuniones se iniciaban cortejos mudos que después se convertían en noviazgos y luego, con el tiempo, en matrimonios que no pasaban por las oficinas del registro civil o los atrios de las iglesias. Las mujeres jóvenes usaban aretes y, con rodajas de betabel, acentuaban el color de sus pómulos. Los hombres se movían entre ellas con timidez, tanteando la aceptación o el rechazo antes de dar la cara. La felicidad de Matilda consistía en compartir su vida con la clase de gente de la cual le había hablado Diamantina. Su gente. Era fácil imaginarla ahí, moviéndose entre los niños y los hombres como si se tratara de su familia, haciendo preguntas acerca de sus sueldos, las condiciones de trabajo. Era fácil oír el estertor de su risa, el ruido de su falda al pasar cerca de las sillas. Para Matilda era sencillo vivir dentro de la ceremonia transparente de una muerta en esos días.

–Si sigues así vas a terminar de monja o algo peor –le comentó Esther una noche, mientras remendaba una falda–, necesitas un hombre, Matilda, alguien que cuide de ti : no puedes andar por la vida así, sola, tú y tu alma como huérfana. Yo no te voy a durar siempre.

–No, doña Esther, yo no necesito a nadie. –en su respuesta no había arrogancia sino suficiencia, la seguridad de haber encontrado el primer nicho permanente, invariable, en su vida.

Entre las operarias de la cigarrera no eran raras las enfermedades súbitas y las muertes imprevistas. Las largas horas de trabajo en que se mantenían de pie ocasionaban venas varicosas, dolores crónicos de espalda. El ambiente cerrado de la fábrica les producía con mucha frecuencia afecciones pulmonares sin remedio. Y afuera, durante los meses de seca, las acechaba el fantasma del tifo. Los embarazos las dejaban flacas como una fruta chupada, y la pérdida de sangre durante los abortos las volvía anémicas. Las mortificaciones morales también dejaban su huella. Algunas sufrían de tics faciales y accesos incontrolables de llanto, mientras que otras eran presas del tartamudeo y de la melancolía. Los abandonos y las infidelidades masculinas les despertaban con facilidad los deseos homicidas. Además, estaban los despidos, siempre sorpresivos e inexplicados. Bastaba la mala voluntad de un supervisor o el rumor de que alguna de ellas tenía amigos anarquistas. A Matilda la despidieron por abandonar sus tareas el día que tuvo que llevar a Esther al hospital. La mujer se desmayó sobre su máquina y, luego, su cuerpo se sacudió por convulsiones. Cuando despertó, los labios dormidos no le permitieron hablar y tampoco pudo mover la mitad del cuerpo. Con la ayuda de sus hijos la llevó hasta el hospital central y, ahí, los doctores la desahuciaron. De sobrevivir, Esther quedaría paralítica y sin rastro alguno de razón. La muerte sólo tardó una semana en llegar.

En la ciudad de México, el doce por ciento de las mujeres entre quince y treinta años de edad eran o habían sido prostitutas alguna vez en su vida. Muchas eran huérfanas y solteras, aunque las había también viudas, casadas y con hijos. Habían sido sirvientas, costureras, lavanderas, operarias y vendedoras ambulantes, cuyos salarios difícilmente rebasaban los veinticinco centavos diarios. De las que tenían a bien responder las preguntas en el registro, la mitad aducía que lo hacían obligadas por la pobreza, y la otra mitad que las mandaba el vicio ; cierta propensión personal al oficio. La historia que Matilda decidió contar a sus compañeras de trabajo tuvo que ver con la deshonra de un amor furtivo. Mintiendo con destreza, relató su seducción a manos de un estudiante de leyes y, con los ojos humedecidos, contó en detalle su cruel abandono y la consabida expulsión de la casa paterna. Todas habían relatado la misma historia desde que Santa la hiciera famosa y todas habían comprobado su eficacia. A los hombres que les pagaban por sus servicios se les ablandaba el corazón y la cartera. La historia, además, los dejaba convencidos de que fornicar había sido en realidad una obra de caridad. Así, tanto los hombres como sus rameras salvaban, por partes iguales, la moral.

« Los ovarios y el útero son centros de acción que se reflejan en el cerebro de la mujer y que pueden determinar enfermedades terribles y pasiones hasta ahora desconocidas. »

Manuel Guillén,

Algunas reflexiones sobre la higiene
de la mujer durante su pubertad

© Cristina Rivera Garza, 1999. First published in the Spanish language by Tousquets Editores, S. A., 1999

Traduit par Cristina Rivera Garza

Joaquin Buitrago photographie les patients de l’asile La Castañeda à Mexico dans les années 20. Son obsession pour l’une des malades le conduit à fouiller dans son histoire pour découvrir qu’il l’a connu des années auparavant dans le bordel La Modernidad. Matilda, venue des champs de vanille parfumés, arrive à la capitale pour commencer son ascension sociale, cependant, l’oncle qui la reçoit l’utilise pour mettre en pratique une série de théories médicosociales. Matilda s’obstinera à vivre dans une ville cruelle où la majorité des femmes de basse extraction n’ont pas d’autre choix que de s’acquitter des tâches les plus ingrates. Ce fragment se situe à un moment clef pour la protagoniste, car celle-ci vient d’abandonner le foyer de son oncle qui l’avait éduquée pour vivre seule en travaillant comme ouvrière dans une usine de cigares et plus tard, par le hasard du destin, comme prostituée.


Matilda et Cástulo n’avaient jamais parlé d’amour.

Le lendemain elle se dirigea vers Balderas [1] et trouva peu après un emploi d’ouvrière à la chaîne dans l’usine de cigarettes « El Buen Tono » : trente-cinq centimes la journée, douze heures par jour. L’odeur du tabac réveillait toujours en elle le souvenir de Castulo. Les premiers jours, elle s’efforçait de graver dans sa mémoire les traits de son visage pendant qu’elle accomplissait mécaniquement sa tâche, mais avec le temps elle finit par les oublier complètement. Exactement comme la première fois qu’elle découvrit son absence dans sa chambre de la maison des Burgos, Cástulo Rodríguez ne fut plus qu’un simple nom, un produit supplémentaire de son imagination. À l’usine de cigarettes, Matilda devint sociable pour la première fois. Davantage qu’un changement soudain de tempérament, sa transformation était étroitement liée dès l’origine à la nécessité. Pour survivre à Mexico à l’âge de vingt-deux ans, une jeune fille seule dépendait de la bienveillance d’autrui et de leur charité. Matilda, de plus, avait l’air si maigre et désemparée avec sa chevelure lissée et son petit sourire discret, que sa seule présence suscitait les bons sentiments. Les ouvrières de l’usine finirent par la prendre en affection. L’une d’elles lui loua un lit d’appoint dans un coin de sa chambre dans la vecindad [2] où elle habitait, et une autre, découvrant qu’elle savait écrire, partagea avec elle tortillas et haricots en échange d’une douzaine de lettres d’amour.

Matilda s’adapta rapidement et de bonne grâce à sa nouvelle situation. Ni la vieille Esther Quintana et ses deux fils avec lesquels elle vivait, ni aucune des autres filles de l’usine ne l’entendirent se plaindre jamais. Mais quand bien même, malgré la camaraderie et la pauvreté qui les unissaient, il n’empêche, des choses, des attitudes de Matilda attirèrent leur attention. Des différences. Matilda saluait les gens le matin et se lavait tous les jours bien qu’il n’y eût pas de savon. Quand les fils d’Esther tombaient malades, elle savait exactement quels remèdes leur faire prendre, et quand ils rentraient les genoux écorchés du marché où ils portaient des paquets pour quelques pièces, elle les soignait d’une main sûre et efficace. Certains soirs, surtout les dimanches, elle réservait une demi-heure pour leur lire les nouvelles tirées de journaux trouvés par terre, et quand elle réussit à dénicher une ardoise d’un tas d’ordures, elle leur enseigna à dessiner les syllabes et à les relier les unes aux autres pour former des mots avec un bout de craie. Esther, veuve à vingt-quatre ans, avec le visage fané et ayant perdu deux dents, regardait Matilda arranger ses maigres possessions et semer des géraniums dans de petits pots étamés. Et elle ne parvenait pas à se figurer, malgré ses efforts sincères, ce qui pouvait pousser Matilda à essayer d’embellir un lieu qui résistait à toute beauté. Rapidement, des voisins commencèrent à se présenter à sa porte, à n’importe quelle heure du jour ou de la nuit, avec des enfants fiévreux dans les bras, des maris en plein delirium tremens ou des brus toutes cassées. Matilda, comme elle avait vu l’oncle Marcos le faire, touchait le front, prenait le pouls, et à défaut de stéthoscope, collait son oreille sur la poitrine. Ensuite, sachant les médicaments vendus en pharmacie bien au-dessus de leurs moyens, elle leur recommandait thés, onguents ou simplement foi en Dieu avec des sourires et des paroles d’encouragement. Quelquefois, quand le cas était sans espoir, elle suggérait d’aller à l’hôpital ou consulter un véritable médecin, mais pour eux, ces endroits étaient davantage des lieux de perdition que de salut, et les médecins avaient une réputation de policiers. Il y eut même une certaine occasion, où elle dut aider à accoucher une femme en travail dans sa cuisine. En remerciement, ses patients lui offraient des petits morceaux de savon, de petits sacs de café ramenés de leurs terres à la campagne, du sucre, des filets de couleur, de l’essence de rose artisanale. Elle partageait tout avec Esther et ses deux enfants, qui, comme les autres, l’appelaient « la doctorcita ».

La seule chose que Matilda ne voulut pas faire durant ce temps fut de leur parler de sa vie. Quand les ouvrières se mettaient à commérer sur leurs flirts, leurs grossesses, leurs abandons, Matilda gardait le silence, en battant les paupières. Souvent ces récits la chagrinaient. Personne ne lui connaissait ni amoureux ni parents. On aurait dit que la jeune fille avait surgi du néant. Sans histoire, vide comme une page blanche, Matilda était seulement connue pour son bon caractère, sa jolie écriture et ses connaissances médicales. « La doctorcita ». Elle aimait cela, disparaître, marcher anonymement dans la rue, sans éveiller de soupçons. Lors des anniversaires, ou des fêtes en honneur de la Vierge de Guadalupe, elle était l’invitée que personne ne connaissait. Entre les bouchers et ouvriers, portefaix, tailleurs et porteurs d’eau, circulait un rire de liberté. Pour quelques heures ils oubliaient la pointeuse, leurs soucis, et les miracles qu’ils demandaient à Dieu. Dans l’atmosphère saturée par la fumée des cigarettes Buen Tono et par l’odeur d’alcool bon marché, on pouvait respirer le sursaut, l’urgence d’accélérer la joie, la compagnie. Dans le brouhaha de ces réunions, naissaient des flirts muets qui se changeaient en fiançailles et par la suite, avec le temps, en mariages qui n’étaient pas enregistrés dans les bureaux de l’état civil ou sur les parvis des églises. Les jeunes femmes mettaient leurs boucles d’oreilles et avec des rondelles de betterave faisaient ressortir le rouge de leurs pommettes. Les hommes passaient timides entre elles, estimant les chances de refus ou d’acceptation, avant de se lancer. Le bonheur de Matilda consistait à partager la vie de cette classe de gens dont lui avait parlé Diamantina. Ses gens. Il était facile de l’imaginer ici, passant entre les marmots et les hommes comme s’il s’agissait de sa famille, les questionnant sur leur salaire et leurs conditions de travail. Il était facile d’entendre son rire enroué, le bruit de sa jupe lorsqu’elle passait à côté des chaises. Pour Matilda il était plus simple de vivre à ce moment, dans la cérémonie transparente d’une morte.

— Si tu continues comme ça, tu vas finir nonne ou pire — lâcha un soir Esther, pendant qu’elle reprisait une jupe —, tu as besoin d’un homme, Matilda, quelqu’un qui s’occupe de toi. Tu ne peux pas aller comme ça toute seule dans la vie, comme une orpheline qui n’a rien d’autre que son âme. Je ne serai pas toujours là pour toi.

— Non, doña Esther, je n’ai besoin de personne. Dans sa réponse il n’y avait pas d’arrogance mais de la suffisance, la certitude d’avoir trouvé le premier refuge permanent et invariable dans sa vie.

Parmi les ouvrières de l’usine, les maladies fulgurantes et les morts brutales n’étaient pas rares. Leurs longues heures de travail durant lesquelles elle restaient debout leur causaient varices et mal de dos chronique. L’atmosphère confinée de l’usine provoquait très souvent des maladies respiratoires sans remèdes. Et dehors, pendant les mois de sécheresse, elles étaient guettées par le spectre du typhus. Les grossesses les laissaient vidées comme des fruits fanés, et le sang perdu au cours des avortements les rendaient anémiques. Les mortifications morales laissaient aussi des traces. Certaines souffraient de tics faciaux et d’accès incontrôlables de larmes, tandis que d’autres étaient prisonnières du bégaiement et de la mélancolie. Les infidélités et abandons masculins réveillaient avec facilité des désirs homicides. Et en plus il y avait les licenciements, toujours inattendus et sans explication. Il suffisait d’un contremaître de mauvaise humeur ou de la rumeur que l’une d’elles entretenait des amitiés avec les anarchistes. Matilda fut renvoyée pour avoir abandonné son poste le jour où elle dut emmener Esther à l’hôpital. La pauvre femme s’était évanouie sur sa machine, ensuite son corps fut secoué par des convulsions. Quand elle reprit conscience, ses lèvres endormies l’empêchèrent de parler et la moitié de son corps était paralysée. Avec l’aide de ses deux fils elle l’emmena jusqu’à l’hôpital central où les docteurs la déclarèrent condamnée sans rémission. Si Esther survivait, elle resterait paralysée et réduite à l’état de légume. La mort tarda à peine une semaine à arriver.

À Mexico, douze pour cent des femmes entre quinze et trente ans étaient ou avaient été prostituées au cours de leur vie. Beaucoup étaient orphelines et célibataires, mais il y avait également des veuves, ou mariées avec enfants. Elles avaient été servantes, couturières, lavandières, ouvrières ou vendeuses ambulantes, leurs salaires dépassaient péniblement les vingt-cinq centimes la journée. De toutes celles qui avaient bien voulu répondre aux questions lorsqu’elles étaient fichées dans le registre, la moitié indiquaient y avoir été conduites forcées par la misère, et l’autre moitié poussées par le vice ; une certaine inclination personnelle pour ledit office. L’histoire que Matilda se décida à raconter à ses camarades de travail avait à voir avec le déshonneur d’un amour clandestin. Mentant avec adresse, elle relata sa séduction par un étudiant en droit et avec les yeux humides, décrivit en détail son abandon cruel et l’ordinaire expulsion de la maison paternelle. Elles avaient toutes raconté la même histoire depuis que Santa [3] l’avait rendue célèbre et toutes vérifié son efficacité. Elle servait à attendrir le cœur et le portefeuille des hommes qui payaient pour leurs services. L’histoire avait l’avantage supplémentaire de les laisser convaincus qu’en réalité la fornication avait été un acte de charité. De cette manière, aussi bien les hommes que ces prostituées sauvaient, à parts égales, la morale.

« Les ovaires et l’utérus sont des centres moteurs qui se reflètent dans le cerveau de la femme et peuvent entraîner des maladies terribles et des passions inconnues jusqu’alors. »

Manuel Guillén,

Quelques réflexions sur l’hygiène
de la femme pendant sa puberté.

© Cristina Rivera Garza, 1999. First published in the Spanish language by Tousquets Editores, S. A., 1999

Par Guillaume Zambrano

[1Balderas est un quartier situé au centre ville, au nord de la place principale du Zocalo un peu à l’ouest du jardin de l’Alameda

[2La vecindad était une maison qui regroupait un certain nombre d’appartements, auxquels on accédait par un patio ou des couloirs communs. La vie quotidienne des habitants y était forcément partagée

[3Santa est le personnage principal du roman homonyme de Federico Gamboa publié en 1903, et qui fut un succès au début du XXe siècle. Cette histoire raconte la vie d’une belle femme provinciale expulsée pour avoir déshonorée sa famille, et qui meurt après avoir vécu comme prostituée. En totale opposition avec le ton et la morale de Santa, le roman de Cristina Rivera Garza dénonce le faux semblant de l’écriture de Gamboa, qui place la bienséance au-dessus des penchants des personnages (N. E.).