Aux sales gosses (vo)

Soy un pinche chamaco. Lo sé porque todos lo saben. Ya deja, pinche chamaco. Deja allí, pinche chamaco. Qué haces, pinche chamaco. Son cosas que oigo todos los días. No importa quién las diga. Y es que las cosas que hago, en honor a la verdad, son las que haría cualquier pinche chamaco. Si bien que lo sé.

Una vez me dediqué a matar moscas. Junte setenta y dos y las guardé en una bolsa de plástico. A todos les dio asco, a pesar de que las paredes no quedaron manchadas porque tuve el cuidado de no aplastarlas. Sólo embarré una, la más llenita de todas. Pero luego la limpié. Lo que menos les gustó, creo, es que las agarraba con la mano. Pero la verdad es que eran una molestia. Lo decía mi mamá : pinches moscas. Lo dijo papá : pinche calor : no aguanto a las moscas : pinche vida. Hasta que dije yo : voy a matarlas. Nadie dijo que no lo hiciera. En cuanto se fueron a dormir su siesta, tomé el matamoscas y maté setenta y dos. Concha vio cómo tomaba a las moscas muertas con la mano y las metía en una bolsa de plástico. Les dijo a ellos. Y ellos me dijeron pinche chamaco, no seas cochino. En vez de agradecérmelo. Y me quitaron el matamoscas y echaron la bolsa al basurero y me volvieron a decir pinche chamaco hijo del diablo.


Yo ya sabía entonces que lo que hacía es lo que hacen todos los pinches chamacos. Como Rodrigo. Rodrigo deshojó un ramo de rosas que le regalaron a su mamá cuando la operaron y le dijeron pinche chamaco. Creo que hasta le dieron una paliza. O Mariana, que se robó un gatito recién nacido del departamento 2 para meterlo en el microondas y le dijeron pinche chamaca.
Los pinches chamacos nos reuníamos a veces en el jardín del edificio. Y no es que nos gustar ser a propósito unos pinches chamacos. Pero había algo en nosotros que así era. Ni modo. Por ejemplo, un día a Mariana se le ocurrió excavar. Entre los tres excavamos toda una tarde : no encontramos tesoros ; ni siquiera lombrices. Encontramos huesos. El papá de Rodrigo dijo : pinche hoyo. Y la mamá : son huesos. Vino la policía y dijo que eran huesos humanos. Yo no sé bien a bien lo que pasó allí, pero la mamá de Mariana desapareció algunos días. Estaba en la cárcel, me dijo Concha. Rodrigo escuchó que su papá había dicho que ella había matado a alguien y lo había enterrado allí. Cuando volvió, supe que todos éramos unos pinches chamacos metiches pendejos. Rodrigo me aclaró las cosas : la policía pensaba que ella había matado a alguien. Pero no, se había salvado de las rejas. ¿Qué son las rejas ?, pregunté. La cárcel, buey.
Ya no volvimos a jugar a excavar. Tampoco pudimos vernos durante un buen tiempo. A mí mis papás me decían que no debía juntarme con ellos. A ellos les dijeron lo mismo, que yo era un pinche chamaco desobligado, mentiroso. A Rodrigo le dieron unos cuerazos.

Tiempo después, cuando ya a nadie le importó que los pinches chamacos nos volviéramos a ver, Mariana tuvo otra ocurrencia : hay que excavar más. No, ¿qué no ves lo que estuvo a punto de pasarle a tu mamá ? No pasó nada, me dijo. Para que nadie nos viera, hicimos guardias. Excavamos en otra parte y no encontramos nada de huesos. Luego en otra : tampoco había huesos. Pero sí un tesoro : una pistola. Debe valer mucho. Yo digo que muchísimo. A lo mejor con eso mataron al señor del hoyo. A lo mejor. Sí, hay que venderla.
Escondimos la pistola en el cuarto donde guarda sus cosas el jardinero. Rodrigo dijo que él sabía cómo se usan las pistolas. Mi papá tiene una y me deja usarla cuando vamos a Pachuca. Mariana no le creyó. Andarás viendo mucha televisión, eso es lo que pasa.
Al día siguiente la volvimos a sacar y la envolvimos en un periódico. ¿Cómo la vendemos ? ¿A quién se la vendemos ? Al señor Miranda, el de la tienda. Fuimos con el señor Miranda y nos vio con unos ojos que se le salían. Nos dijo : se las voy a comprar sólo por que me caen bien. Sí, sí. Bueno. Pero nadie debe saberlo, ¿eh ? Nos dio una caja de chicles y cincuenta pesos. El resto de la tarde nos dedicamos a mascar hasta que se acabó la caja.

A la semana siguiente, la colonia entera sabía que el señor Miranda tenía una pistola. La verdad, yo no se lo dije a nadie, sólo a Concha. Y lo único que se le ocurrió decirme fue pinche chamaco. Lo que inventas. Lo que dices. Tu imaginación. Hasta que el señor Miranda nos llamó un día y nos dijo : ya dejen, pinches chamacos, dedíquense a otras cosas, déjense de chismeríos, pónganse a jugar. Nos dio tres paletas heladas para que lo dejáramos de jorobar.

En esos días, para no aburrirnos, nos dedicamos a juntar caracoles. Nos gustaba lanzarlos desde la azotea. O les echábamos sal para ver cómo se deshacían. O los metíamos en los buzones. En poco tiempo ya no había manera de encontrar un solo caracol en todo el jardín. Luego quisimos seguir juntando piedras raras, pero alguien nos tiró la colección a la basura. O deplanamente se la robó.

Fue entonces cuando decidimos escapar. Fue idea de Mariana.
Me puse mi chamarra y saqué mi alcancía, que la verdad no iba a tener muchas monedas porque Concha toma dinero de allí cuando le falta para el gasto. Mariana también salió con su chamarra y con la billetera de su papá. Hay que correrle, decía, si se dan cuenta nos agarran. Rodrigo no llevó nada.

Caminamos como una hora. Llegamos a una plaza que ninguno de los tres conocíamos. ¿Y ahora ?, preguntó Rodrigo. Hay que descansar, pedí. Yo tengo hambre. Yo también. Vamos a un restaurante. ¿Dónde hay uno ? Le podemos preguntar a ese señor. Señor, ¿sabe dónde hay un restaurante ? Sí, en esa esquina, ¿qué no lo ven ?

Era un restaurante chiquito. Rodrigo nos contó qué él había ido a muchos restaurantes en su vida. La carta, le dijo el señor. Nos trajo hamburguesas con queso y tres cocas. ¿Quién va a pagar ?, preguntó el señor. Yo, dijo Mariana, y sacó la billetera de su papá. Está bien. Escuchamos que le decía al cocinero pinches chamacos si serán bien ladrones.
De cualquier maneramente nos dio las tres hamburguesas y las tres cocas. Comimos. Y Mariana pagó.

Y ahora, ¿qué hacemos ? Cállate, me calló Mariana. Mi papá ya debe haberse dado cuenta de que le falta su billetera. ¿Estás preocupada ? ¿Por qué ?, ya nos fuimos, ¿o no ? Sí. Y ahora, ¿qué hacemos ?
Vamos a platicar con el señor Miranda.
Rodrigo le hizo parada a un taxi. Llévenos a la calle Argentina. ¿Quién va a pagar ? Mariana le enseñó la billetera. Pinches chamacos, le robaron el dinero a sus papás, ¿verdad ? ¿Nos va a llevar o no ?, le preguntó Rodrigo. Ustedes pagan, dijo.

El taxista nos llevó a unas pocas cuadras de allí. Era una calle solitita. Ahora denme el dinero. No, qué. Miren, pinches chamacos, o me lo dan o los mato. Es nuestro. Se los voy a robar como ustedes lo robaron, ¿verdad ? También tu alcancía, me dijo. Yo le di la alcancía. Así es, pinches chamacos. Y ahora bájense.


Pinche viejo, dijo Mariana. Si hubiera tenido la pistola, le doy un balazo, dijo Rodrigo. Deplanamente. Me dan ganas de ahorcarlo. Sin dinero ya no podemos ir a un hotel. Yo he ido a muchos hoteles, dijo Rodrigo. Pero sin dinero… Por qué no vamos con el señor Miranda a pedirle nuestra pistola. Sí, eso es. La pistola. A ver así quién se atreve a robarnos.


Un señor nos dijo hacia dónde quedaba la calle de Argentina. Y luego : ¿están perdidos ? Sí, un poco perdidos. Sigan derecho, derecho hasta Domínguez, ahí dan vuelta a la izquierda, ¿me entendieron ? ¿Saben cuál es Domínguez ? Yo no sabía, pero Mariana dijo que ella sí. La verdad, era un señor muy amable.

Para no hacer el cuento largo, llegamos con el señor Miranda cuando ya era de noche. ¿Y ahora qué quieren ?, nos preguntó, ya voy a cerrar. Queremos la pistola. Sí, y que nos venda unas balas. Miren, pinches chamacos, ya les dije que se dejaran de chismes. Tomen un chicle y váyanse. No, la verdad queremos sólo la pistola. Voy a cerrar, así es que lárguense sin chicles, ¿entendieron ?


Rodrigo tomó una bolsa de pinole, la abrió y le echó un buen puñado en los ojos al pobre señor Miranda. Pinches chamacos, van a ver con sus papás. El viejito se cayó al piso. Yo me le eché encima de la cabeza y le jalé los pelos. Mientras, Mariana le pellizcaba un brazo con todas sus ganas. Busca la pistola, córrele, le dijimos a Rodrigo. ¿Dónde ? Allí abajo. No, no está. Allí, junto a la caja. Suéltenme, pinches chamacos, gritaba. Tampoco, no está aquí. ¿Dónde está, pinche viejo ? Si no me sueltan… ¡Aquí está !, gritó Rodrigo, ¡aquí está ! ¿Dónde estaba ? En el cajón.


Y ahora qué. ¿Lo matamos ? Mariana se había abrazado de las piernas del señor Miranda para que no se moviera tanto. Ve si tiene balas. Sí, si tiene balas. ¿Le damos un plomazo ? ¿Qué es plomazo ? Que si lo matamos, buey. Sí, mátalo. Pinches chamacos…
El ruido del disparo fue horroroso, yo pensaba que los balazos no sonaban tanto. Al pobre del señor Miranda le salió mucha sangre de la cabeza y se quedó muerto. ¿Está muerto ? Pues sí, ¿qué no te das cuenta ? Ya ven cómo sí sé disparar pistolas. Puta, dijo Mariana. Sí, puta.

Vámonos antes de que llegue alguien. Nos fuimos por Argentina, derechito, corriendo a todo lo que podíamos. Hasta que llegamos cerca de la escuela de Rodrigo. Pinche chamaca, dijo una señora con la que se tropezó Mariana, fíjate por dónde caminas.
No sé cómo lo hizo, pero Rodrigo sacó rapidísimamente la pistola y le dio un plomazo en la panza. La señora cayó al piso y empezó a gritar. No está muerta, le dije, tienes que darle otro plomazo. Rodrigo le dio otro plomazo en la cabeza.
Ahora sí, comprobó Mariana, está fría. ¿La tocaste o qué ? Está muerta, buey.

Al parecer, otros oyeron el ruido del balazo porque la gente se juntó alrededor de la muerta. Rodrigo se había guardado ya la pistola en la bolsa de su chamarra.
¡Llamen a una ambulancia ! ¡Llamen a la policía ! ¡Llamen a alguien ! ¡La mataron ! Yo creo que fue un balazo. ¿Ya le tomaron el pulso ? Yo lo oí. Salí corriendo de la casa a ver qué pasaba y me encuentro con que… Yo vi correr a un hombre. Llevaba una pistola en la mano. Debes atestiguar. Claro, nomás venga la policía. No, no respira. Quítense, pinches chamacos, qué no ven que está muerta. No hay seguridad en esta colonia. Es un pinche peligro. ¿Le robaron la bolsa ? Sí, yo vi que el hombre corría con la pistola y la bolsa de la señora. Era una bolsa blanca… ¿Qué no oyeron, pinches chamacos metiches ? Si sus papás los vieran haciendo bulto… Eran dos, llevaban pistolas y la bolsa… Yo la conozco : es Mariquita, la de don Gustavo. Lo triste que se va a poner el hombre.



En cuanto oímos el ruido de las sirenas, Mariana dijo mejor vámonos, podemos tener problemas.
No debimos matarla, les dije mientras caminábamos hacia la avenida. Fue culpa de ella. Además, así son las cosas, a mucha gente la matan igual, en la calle, con pistola. No debes preocuparte. Dicen que te vas al cielo cuando te matan a balazos. Sí, es cierto, yo ya había oído eso. ¿Tú crees que el señor Miranda se vaya al cielo ? Claro, tonto.

Mariana le hizo la parada a un taxi. ¿A dónde vamos ? No tenemos dinero para pagarle. Ay, qué ingenuo eres, me dijo. A la calle de López, dijo Rodrigo. ¿Cuál calle de López ? ¿Saben qué hora es ? No, le dije. Son las diez. ¿Nos va a llevar o no ?, le preguntó Mariana. Miren, pinches chamacos, si sus papás los dejan andar a estas horas tomando taxis no es mi problema, así es que largo, largo de aquí. Rodrigo sacó la pistola y le apuntó a la cara. Ah, pinche chamaco, además te voy a dar una paliza por andarme jodiendo.

Y cuando le iba a quitar la pistola, Rodrigo disparó el plomazo con las dos manos. Le entró la bala por el ojo. Lo mandamos derechito al cielo, qué duda.
Yo sé manejar, dijo Rodrigo. Pero no fue cierto, en cuanto pudimos hacer a un lado al taxista, Rodrigo trató de echar a andar el coche y no pudo. Debes meterle primera. Ya sé, ya sé. Déjame a mí, dijo Mariana. Se puso al volante, metió la primera y el coche caminó un poco, dando saltos. Mejor vamos a pie, les dije. Sí, este coche no funciona muy bien.



Antes de abandonar el taxi, Rodrigo esculcó en los bolsillos del taxista hasta que encontró el dinero. Hay más de cien pesos. Quítale también el reloj. Luego lo vendemos. Mariana guardó el dinero, yo me puse el reloj y Rodrigo se escondió la pistola en la chamarra.
En el hotel fue la misma bronca, que si dónde están sus papás, que si saben qué hora es, que si un hotel no es para que jueguen los chamacos, que si alquilar un cuarto cuesta, que dónde está el dinero. Váyase a la chingada, dijo Rodrigo alfinmente, y todos echamos a correr.

Caminamos un rato hasta que Mariana tuvo una buena idea. Ya sé, podríamos ir a dormir a casa de la señora Ana Dulce. ¿Con esa pinche vieja ? Sí, buey, dijo Rodrigo, nos metemos en su casa, le damos un plomazo y nos quedamos allí a dormir. Puta, que si es buena idea…
La señora Ana Dulce nos abrió. ¿Qué quieren ? ¿Nos deja usar su teléfono ?, le dijimos para guaseárnosla. Pinches chamacos, ¿saben qué hora es ? Nos metimos a la casa sin importarnos las amenazas de la vieja : voy a llamarle a la policía para decirle que se escaparon de sus casas. Van a ver la cueriza que les van a poner. Vi cómo Mariana discutía con Rodrigo. Ahora me toca a mí. Si tú no sabes… Al parecer ganó Mariana porque tomó el arma y le disparó un plomazo a la señora Ana Dulce. Le dio en una pata. Luego disparó por segunda vez. ¿Qué tal ?, dijo, te apuesto a que le di en el corazón. Yo pensaba lo mismo, a pesar de que la vieja chillaba del dolor como una loca y se retorcía en el piso. Al rato se calló.


La guardamos en un clóset. Rodrigo decía que era un cadáver. Luego cenamos pan con mantequilla y mermelada y nos metimos los tres a la cama con la pistola abajo de la almohada.
Durante los siguientes diez días no le dimos plomazos a nadie más. Nos quedaba una bala. Íbamos al parque todas las mañanas y comíamos y dormíamos en casa del cadáver, hasta que el espantoso olor del clóset nos hizo salir corriendo.
Ese día tuvimos la mala suerte de encontrarnos frente a frente con el papá de Mariana. ¡Pinches chamacos !, nos gritó. ¡Cómo los he buscado ! ¡Van a ver la que les espera !

Nos esperaba una que ni la imaginábamos… A todos nos agarraron a patadas y cuerazos y cachetadas y puntapiés. Yo oía cómo gritaban Mariana y Rodrigo. Mi mamá me dio un puñetazo en la cara que me sacó sangre de la nariz, y mi papá, un sopapo en la boca que casi me tira un diente. Por más que lloraba, no dejaban de darme y darme como a un perro.

Tardé un poco en dormirme. Pero en un ratito me desperté con el ruido de un plomazo. Ya Rodrigo debe haberse echado a sus papás, pensé. Luego se empezaron a oír gritos. Mis papás se despertaron también y corrieron a la puerta para ver qué pasaba.

La mamá de Rodrigo gritaba : ¡Lo mató, lo mató, lo mató ! ¡El pinche chamaco lo mató ! Cálmese, señora, quién mató a quién. Rodrigo salió en ese momento con la pistola en la mano. Córrele, me dijo a mí, antes de que nos agarren. Esto es la guerra. ¿Y Mariana ?, le pregunté. Hay que ir por ella. No, qué, córrele.
Y sí : corrimos a madres. Fue un alivio encontrarnos con nuestra amiga en la calle. Ya se echó a su papá, le anuncié. Puta, dijo Mariana, eso me imaginé. Y nos echamos a correr como si nos persiguiera una manada de perros rabiosos. No paramos hasta que Rodrigo se tropezó con una piedra y fue a dar al suelo. Le salía sangre de la cabeza.

Qué madrazo me di, nos dijo medio apendejado. Y sí que era un buen madrazo. Hasta se le veía un poco del hueso.

Los tres teníamos la piyama puesta y ellos dos estaban descalzos. Sólo yo tenía calcetines. ¿Me los prestas un rato ?, me pidió Mariana, está haciendo mucho frío. Se los presté.

¿Y ahora qué hacemos ? Ni modo que volver a casa del cadáver. Todavía tenemos la pistola, ¿o no ?, podemos meternos a una casa y matar a quien nos abra. No seas buey, eso está cabrón. Además ya no tenemos balas. ¿Cómo se te ocurre que ahorita alguien nos va a abrir la puerta ? Es cierto, somos unos matones. No es por eso.
Me dieron ganas de orinar del frío que estaba haciendo. Una parte me hice en los calzones y otra sobre la llanta de un coche. Pinche cochino, me dijo Mariana. A Rodrigo le dio risa.
Caminamos un rato hasta que nos encontramos con una casa que tenía las ventanas rotas. Debe estar abandonada.
Seguro. Terminamos de romper uno de los cristales y nos metimos. Estaba oscurísimo.
Encontramos un cuarto en el que se metía un poquito de la luz de la calle. Hicimos a un lado los escombros y nos echamos al piso, muy juntos para tratar de calentarnos, hasta que nos quedamos dormidos, alfinmente dormidos.

A la mañana siguiente, con los huesos adoloridos, desperté a los otros. Pudimos ver entonces el cuarto en el que habíamos dormido. Estaba muy húmedo y sucio. Había latas vacías de cerveza, colillas de cigarros, bolsas de plástico, cáscaras de naranja y cantidad de tierra. Olía a puritita mierda.
Mariana tiritaba de frío, aunque estaba calientísima. Es calentura, estoy seguro, les dije. Un calenturón como para llamarle al doctor. Cuál doctor, se encabronó Rodrigo. ¿Qué sientes ?, le pregunté. Ella ni contestó. Sólo tiritaba y tiritaba.


Hay que comprar aspirinas. Es cierto, le dije. Rodrigo se ofreció a buscar una farmacia mientras yo cuidaba a Mariana.

Esperamos horas y horas hasta que a Mariana se le quitó la temblorina. Cuando me dijo que ya se sentía bien le expliqué que Rodrigo había ido a buscar una farmacia para comprarle aspirinas y que todavía no regresaba. Pues ya se tardó. Claro que ya se tardó. Algo debe haberle pasado.

Lo buscamos hasta que nos perdimos y ya no sabíamos cómo regresar a la casa donde habíamos dormido. Teníamos un hambre espantosa. Y sin dinero. Y sin pistola. Y sin casa donde nos dieran de comer.
Lo demás fue idea de Mariana. En un semáforo nos pusimos a pedir dinero a los conductores de los coches. Cuando llenamos los bolsillos de monedas las contamos : eran nueve pesos con veinte centavos. En una tienda compramos dos bolsas de papas y dos refrescos.

Después de comer nos acostamos en el pastito del camellón. Durante mucho tiempo nos pusimos a hablar de Rodrigo. ¿Qué le había pasado ? Sabe. ¿Lo habrá agarrado la policía por matar a su papá ? A lo mejor sólo está perdido. Como nosotros. O quizá lo agarraron cuando quiso matar al de la farmacia. ¿Cómo, si no tiene balas ? O lo atropellaron. Quién sabe. O le dieron un plomazo por metiche.

Se hizo de noche y no teníamos dónde dormir. No nos quedó otra más que preguntar por la calle de López para ir a casa de la señora Ana Dulce. Aunque oliera feo, al menos habría una cama.
Tardamos como dos horas en llegar. Afuera de la casa de la señora Ana Dulce había un policía. Yo creo que… Sí, sí, no necesitas explicarme nada. ¿Qué hacemos ? Puta, ahora sí me la pones canija.
Nos metimos a dormir a un terreno baldío en el que había ratas. Puta madre que estoy seguro. La pasamos delachingadamente.
Despertamos mojados y con el pelo hecho hielitos. Teníamos un hambre espantosa. Y si vamos a la casa. ¿Qué dices ? No ves que Rodrigo se echó a su papá. Pues Rodrigo es Rodrigo. A lo mejor ahorita ya está muerto.

Concha fue la primera en vernos : pinches chamacos, van a ver la que les espera.
Y es cierto : la que nos esperaba… Pero, con el carácter de Mariana, tampoco se imaginaron nunca la que les esperaba a ellos.

Traduit par Francisco Hinojosa

Je suis un sale gosse. Je le sais parce que tout le monde le sait. Arrête, sale gosse. Touche pas, sale gosse. Fais pas ça, sale gosse. Ce sont des choses que j’entends tous les jours. Peu importe qui les dise. Et, vérité oblige, je fais ce que tout sale gosse ferait. Ça, je le sais bien.


Un jour, je me suis mis à tuer des mouches. J’en ai attrapé soixante-douze et je les ai mises dans un sac en plastique. Ça a dégoûté tout le monde, pourtant les murs n’étaient pas tachés car j’avais bien pris soin de ne pas les écraser. J’en ai seulement écrabouillé une, la plus grosse de toutes. Mais après j’ai nettoyé. Je crois que ce qui leur a le moins plu, c’est que je les attrape avec les doigts. Mais il faut dire qu’elles étaient trop pénibles. Maman le disait bien : sales mouches. Papa aussi l’a dit : saloperie de chaleur : je ne supporte pas ces mouches, quelle sale vie. Moi, j’ai même dit : je vais les tuer. Personne ne m’en a empêché. Dès qu’ils sont partis faire la sieste, j’ai attrapé la tapette et j’en ai tué soixante-douze. Concha m’a vu attraper les mouches mortes avec les doigts et les mettre dans un sac en plastique. Elle leur a rapporté. Et eux ils m’ont dit sale gosse, ne fais pas le cochon. Au lieu de me remercier. Et ils m’ont confisqué la tapette, ils ont jeté le sac à la poubelle et ils m’ont répété sale gosse fils du diable.
Donc je savais déjà que ce que je faisais était à l’image de ce que fait tout sale gosse. Comme Rodrigo. Rodrigo a effeuillé tout un bouquet de roses qu’on avait offert à sa mère quand elle s’est fait opérer et on l’a traité de sale gosse. Je crois même qu’on lui a donné une raclée. Ou Mariana qui a volé un bébé chaton de l’appartement 2 et l’a mis dans le four micro-ondes : on l’a traitée de sale gosse.
Nous, les sales gosses, on se réunissait parfois dans le jardin de l’immeuble. On ne faisait pas vraiment exprès d’être des sales gosses. Mais c’était en nous. C’était comme ça. Par exemple, un jour Mariana a eu l’idée de creuser. Tous les trois, on a passé tout un après-midi à creuser : on n’a pas trouvé de trésor ; pas même des vers de terre. On a trouvé des os. Le papa de Rodrigo a dit : saloperie de trou. Et la maman : ce sont des os. La police est venue et a dit que c’étaient des os d’être humain. Je ne sais pas très bien ce qui s’est passé alors, mais la maman de Mariana a disparu pendant quelques jours. Elle était en prison, m’a dit Concha. Rodrigo a entendu son père dire qu’elle avait tué quelqu’un et qu’elle l’avait enterré là. Quand elle est rentrée, j’ai appris qu’on était tous des p’tits cons de sales gosses fouineurs. Rodrigo m’a alors tout expliqué : la police avait cru qu’elle avait tué quelqu’un. Mais non : elle s’était tirée de derrière les barreaux. C’est quoi les barreaux ?, ai-je demandé. La prison, crétin.
On n’a plus joué à creuser. On ne nous a pas non plus laissés nous voir pendant un bon bout de temps. Moi, mes parents me disaient que je ne devais pas les côtoyer. Eux, on leur a dit la même chose, que j’étais un sale gosse impertinent, menteur. Rodrigo, on lui a donné des coups de ceinture.

Bien après, quand tout le monde se fichait bien que les sales gosses se revoient, Mariana a eu une autre idée : il faut encore creuser. Non, t’as pas vu ce qu’il a failli arriver à ta maman ? Quoi, il ne s’est rien passé, m’a-t-elle dit. Pour que personne ne nous voie, on a monté la garde. On a creusé ailleurs et on n’a trouvé aucun os. Puis encore ailleurs : il n’y avait pas d’os non plus. Mais un trésor, oui : un pistolet. Il doit valoir cher. Et même très cher. Peut-être que c’est avec ça qu’on a tué le monsieur du trou. Peut-être oui. Il faut le vendre.

On a caché le pistolet là où le jardinier range ses affaires. Rodrigo a dit que lui, il savait utiliser un pistolet. Mon papa en a un et il me laisse m’en servir quand on va à Pachuca. Mariana ne l’a pas cru. La vérité c’est que tu regardes trop la télévision.
Le lendemain, on est allés le chercher et on l’a emballé dans du journal. Comment on le vend ? À qui on le vend ? À monsieur Miranda, celui de l’épicerie. On est allés voir monsieur Miranda et il nous a regardés avec des yeux exorbités. Il nous a dit : je vais vous l’acheter seulement parce que je vous aime bien. Oui, oui. Bon. Mais personne ne doit le savoir, hein ? Il nous a alors donné une boîte de chewing-gums et cinquante pesos. On a passé le reste de la journée à mâcher, jusqu’à terminer la boîte.
La semaine suivante, tout le quartier savait que monsieur Miranda avait un pistolet. En vérité, moi je ne l’ai dit à personne, seulement à Concha. Et la seule chose qu’elle a trouvé à me dire a été sale gosse. Ce que tu n’inventes pas. Tu dis n’importe quoi. Quelle imagination. Un beau jour, monsieur Miranda nous a appelés et nous a dit : arrêtez ça, sales gosses, passez à autre chose, arrêtez les commérages, mettez-vous à jouer. Il nous a donné trois bâtons glacés pour qu’on arrête de lui casser les pieds.
Les jours suivants, pour ne pas nous ennuyer, on a ramassé des escargots. On s’amusait à les lancer depuis le trottoir. Ou on les saupoudrait de sel pour voir comment ils se désagrégeaient. Ou on les mettait dans les boîtes aux lettres. Très vite, il est devenu impossible de trouver un seul escargot dans tout le jardin. Alors, on a voulu ramasser des cailloux bizarres mais quelqu’un avait jeté notre collection à la poubelle. Ou à coup sûrement l’avait volée.

C’est à ce moment-là qu’on a décidé de s’échapper. C’était une idée de Mariana.
J’ai enfilé ma veste et pris ma tirelire, qui en vérité ne contenait pas beaucoup d’argent vu que Concha s’en sert quand elle n’a pas assez pour faire les courses. Mariana aussi a pris sa veste et le portefeuille de son père. Il faut se dépêcher, disait-elle, s’ils s’en rendent compte ils vont nous attraper. Rodrigo n’a rien emporté.
Nous avons marché pendant une heure. Nous sommes arrivés sur une place qu’aucun de nous trois ne connaissait. Et maintenant ? a demandé Rodrigo. On se repose, ai-je réclamé. J’ai faim. Moi aussi. Allons dans un restaurant. Où est-ce qu’il y en a un ? On peut demander à ce monsieur. Monsieur, vous savez où il y a un restaurant ? Oui, à cet angle de rue, vous ne le voyez pas ou quoi ?
C’était un petit restaurant. Rodrigo nous a alors raconté qu’il avait été dans un tas de restaurants dans sa vie. La carte, a-t-il dit au monsieur. Il nous a servi des hamburgers au fromage et trois cocas. Qui va payer ?, a demandé le monsieur. Moi, a alors répondu Mariana, et elle a sorti le portefeuille de son papa. D’accord. On l’a ensuite entendu dire au cuisinier sales gosses, c’est des petits filous.
En tout cas, il nous a apporté les trois hamburgers et les trois cocas. On a mangé. Et Mariana a payé.
Et maintenant, qu’est-ce qu’on fait ? Tais-toi, m’a interrompu Mariana. Mon papa a déjà dû se rendre compte que son portefeuille a disparu. Tu es inquiète ? Pourquoi ? On est déjà partis, non ? Oui. Et maintenant, qu’est-ce qu’on fait ?
On va parler avec monsieur Miranda.
Rodrigo a arrêté un taxi. Emmenez-nous rue d’Argentine. Qui va payer ? Mariana lui a montré le portefeuille. Sales gosses, vous avez volé cet argent à vos parents, pas vrai ? Vous allez nous emmener oui ou non ?, lui a demandé Rodrigo. Puisque vous payez, a-t-il dit.
Le taxi nous a emmenés à quelques rues de là. C’était une p’tite rue complètement déserte. Maintenant, filez-moi l’argent. Non mais ça va pas ? Écoutez, sales gosses, ou vous me le filez ou je vous tue. Il est à nous. Je vais vous le voler comme vous l’avez volé, non ? Ta tirelire aussi, m’a-t-il dit. Je lui ai donné ma tirelire. C’est ça, sales gosses. Et maintenant, descendez.
Sale vieux, a dit Mariana. Si j’avais eu le pistolet, je lui aurais tiré une balle, a dit Rodrigo. À coup sûrement. J’avais envie de l’étrangler. Sans argent, on ne peut plus aller à l’hôtel. Moi je suis déjà allé dans un tas d’hôtels, a dit Rodrigo. Mais sans argent… Pourquoi on n’irait pas voir monsieur Miranda et on lui demanderait notre pistolet ? Oui, c’est ça. Le pistolet. On verra bien qui osera nous voler.
Un monsieur nous a indiqué où se trouvait la rue d’Argentine. Et ensuite : vous êtes perdus ? Oui, un peu perdus. Vous continuez tout droit, tout droit jusqu’à Domínguez, et là vous tournez à gauche. Vous avez compris ? Vous connaissez la rue Domínguez ? Moi je ne connaissais pas mais Mariana a dit qu’elle oui. En fait, c’était un monsieur très aimable.
Pour s’en tenir au vif du sujet, il faisait déjà nuit quand on est arrivés chez monsieur Miranda. Et maintenant, qu’est-ce que vous voulez ?, nous a-t-il demandé, je vais fermer. On veut le pistolet. Oui, et que vous nous vendiez des balles. Écoutez, sales gosses, je vous ai déjà dit d’arrêter avec vos histoires. Prenez un chewing-gum et allez-vous-en. Non, en fait on veut seulement le pistolet. Je vais fermer alors vous allez partir, et sans chewing-gums, c’est compris ?
Rodrigo a pris un sac de farine de maïs, l’a ouvert et en a jeté une bonne poignée dans les yeux du pauvre monsieur Miranda. Sales gosses, vous allez voir la rouste que vont vous donner vos parents. Le petit vieux est tombé par terre. Je me suis jeté sur sa tête et lui ai tiré les cheveux. Pendant ce temps, Mariana lui pinçait le bras de toutes ses forces. Cherche le pistolet, dépêche, a-t-on dit à Rodrigo. Où ? En bas, là. Non, il n’y est pas. Là, à côté de la caisse. Lâchez-moi, sales gosses, criait-il. Non, il n’est pas là non plus. Où est-ce qu’il est, sale vieux ? Si vous ne me lâchez pas… Il est là, a crié Rodrigo, il est là ! Il était où ? Dans le tiroir.
Et maintenant, on le tue ? Mariana s’était agrippée aux jambes de monsieur Miranda pour qu’il cesse de bouger. Regarde s’il a des balles. Oui, il a des balles. On le flingue ? C’est quoi, « on le flingue » ? Si on le tue, crétin. Oui, tue-le. Sales gosses...
Le bruit de la déflagration a été horrifiant, je ne pensais pas que les coups de feu faisaient autant de bruit. Le pauvre monsieur Miranda a perdu beaucoup de sang de la tête et a fini par mourir. Il est mort ? Ben oui, tu ne le vois pas ? Vous avez vu comment je sais tirer des coups de pistolet. Putain, a dit Mariana. Oui, putain.
Partons avant que quelqu’un n’arrive. On a pris la rue d’Argentine, tout droit, en courant aussi vite que possible. Jusqu’à ce que l’on arrive près de l’école de Rodrigo. Sale gosse, a dit une dame que Mariana avait bousculée, fais attention.
Je ne sais pas comment il l’a fait mais Rodrigo a très vite sorti le pistolet et lui a tiré dans le ventre. La femme est tombée et a commencé à crier. Elle n’est pas morte, lui ai-je dit, flingue-la encore. Rodrigo lui a tiré un autre coup dans la tête.
Maintenant c’est bon, a confirmé Mariana, elle est froide. Tu l’as touchée ou quoi ? Elle est morte, crétin.
Apparemment, des gens ont entendu la déflagration car plusieurs personnes se sont rassemblées autour de la morte. Rodrigo avait déjà rangé le pistolet dans la poche de sa veste.
Appelez une ambulance ! Appelez la police ! Faites quelque chose ! Elle s’est fait tuer ! Je crois que c’était un coup de feu. Vous lui avez pris le pouls ? Moi, je l’ai entendu. Je suis sorti en courant de la maison pour voir ce qui se passait et voilà que je trouve... Moi, j’ai vu un homme courir. Il avait un pistolet à la main. Tu dois témoigner. Bien sûr, attends voir que la police arrive. Non, elle ne respire pas. Poussez-vous, sales gosses, vous ne voyez pas qu’elle est morte. Ce quartier n’est pas tranquille. C’est sacrément dangereux. On lui a volé son sac ? Oui, j’ai vu que l’homme courait avec un pistolet et le sac de la dame. C’était un sac blanc... Vous n’avez pas encore compris, sales gosses fouineurs ? Si vos parents vous voyaient encombrer le passage... Ils étaient deux avec des pistolets et le sac... Je la connais, c’est Mariquita, la femme de Gustavo. Qu’est-ce qu’il va être triste.
Quand on a entendu le bruit des sirènes, Mariana a dit allons-nous-en, on pourrait avoir des problèmes.
On n’aurait pas dû la tuer, ai-je dit alors que nous nous dirigions vers l’avenue. C’est de sa faute. D’ailleurs, c’est la vie, beaucoup de personnes se font tuer comme ça, dans la rue, avec une arme à feu. Ne t’inquiète pas. On dit qu’on va au Paradis quand on se fait tuer avec une arme à feu. Oui, c’est vrai, on me l’avait déjà dit. Vous croyez que monsieur Miranda ira au Paradis ? Mais oui, imbécile.
Mariana arrêta un taxi. Où va-t-on ? On n’a pas d’argent pour le payer. Ah, comme tu es naïf, m’a-t-elle dit. Rue López, dit Rodrigo. Quelle rue López ? Vous avez vu l’heure ? Non, lui ai-je répondu. Il est dix heures. Vous allez nous y emmener, oui ou non ?, lui a demandé Mariana. Écoutez, sales gosses, si vos parents vous laissent vous balader en taxi à cette heure, ce n’est pas mon problème alors tirez-vous, tirez-vous de là. Rodrigo a sorti son pistolet et a visé sa tête. Ah, sale gosse, tu verras, je vais te donner une bonne raclée pour m’avoir emmerdé.
Au moment où il allait lui prendre le pistolet, Rodrigo a tiré un coup des deux mains. La balle lui est entrée par l’œil. On l’a envoyé tout droit au Paradis, à coup sûrement.
Moi je sais conduire, a dit Rodrigo. Mais ce n’était pas vrai car lorsqu’on a réussi à pousser le chauffeur sur le côté, Rodrigo a essayé de faire démarrer la voiture mais il n’y est pas arrivé. Tu dois enclencher la première. Je sais, je sais. Laisse-moi faire, s’est exclamée Mariana. Elle s’est mise au volant, a enclenché la première et la voiture a un peu avancé, en faisant des soubresauts. On ferait mieux d’y aller à pied, ai-je dit. Oui, cette voiture ne marche pas très bien.
Avant de descendre du taxi, Rodrigo a fouillé les poches du chauffeur et y a trouvé de l’argent. Il y a plus de cent pesos. Prends aussi sa montre. On la vendra. Mariana a pris l’argent, moi je me suis mis la montre et Rodrigo a caché le pistolet dans sa veste.
À l’hôtel, ça a été la même histoire : où sont vos parents, vous avez vu l’heure, un hôtel ce n’est pas une aire de jeux pour la marmaille, il faut avoir de l’argent pour louer une chambre, il est où votre argent. Allez vous faire foutre, a enfin finalement dit Rodrigo, et on s’est tous échappés en courant.
On a marché un bon moment avant que Mariana ait une autre bonne idée. Je sais, on pourrait aller dormir chez madame Ana Dulce. Chez cette vieille peau ? Mais oui, crétin, a dit Rodrigo, on entre chez elle, on la flingue et on dort chez elle. Putain, c’est une super idée...
La vieille Ana Dulce nous a ouvert. C’est pour quoi ? On pourrait téléphoner ?, lui a-t-on dit pour l’embobiner. Sales gosses, vous avez vu l’heure ? On est entrés chez elle sans faire attention à ses menaces : je vais appeler la police pour dire que vous avez fugué. Vous allez voir la volée qu’on va vous filer. J’ai vu que Mariana se disputait avec Rodrigo. Maintenant c’est mon tour. Mais toi, tu ne sais pas... Apparemment c’est Mariana qui a gagné car elle a pris l’arme et a tiré un coup sur madame Ana Dulce. Dans une patte. Elle tira ensuite un second coup. Alors ! s’est-elle exclamée, je te parie qu’elle se l’est pris en plein cœur. Je pensais la même chose, même si la vieille gémissait comme une folle en se tordant de douleur par terre. Un peu plus tard ; elle s’est quand même tue.
On l’a cachée dans un placard. Rodrigo disait que c’était un cadavre. Ensuite, on a dîné des tartines de beurre et de confiture et on s’est tous les trois couchés dans le lit, le pistolet sous l’oreiller.
Les dix jours suivants, on n’a flingué personne d’autre. Il nous restait une balle. On allait au parc tous les matins et on mangeait et dormait chez le cadavre, jusqu’à ce que l’épouvantable odeur du placard nous fasse fuir.

Ce jour-là, on a eu la malchance de nous retrouver nez à nez avec le père de Mariana. Sales gosses !, nous a-t-il grondés. On vous a cherchés partout ! Vous allez voir ce que vous allez voir !
On ne l’aurait même pas imaginé... On nous a tous assénés de baffes, de coups de pied, de coups de ceinture et de taloches. J’entendais Mariana et Rodrigo crier. Maman m’a donné un coup de poing sur la tête qui m’a fait saigner du nez et papa m’a donné une telle beigne dans la bouche que j’en ai presque perdu une dent. J’avais beau pleurer, ils me frappaient et me frappaient encore, comme un chien.
J’ai mis du temps avant de m’endormir. Mais j’ai été réveillé un peu plus tard par un coup de feu. Rodrigo a dû se faire ses parents, ai-je pensé. Puis, on a commencé à entendre des cris. Mes parents se sont eux aussi réveillés et ont couru jusqu’à la porte pour voir ce qui se passait.
La maman de Rodrigo criait : Il l’a tué, il l’a tué, il l’a tué ! Le sale gosse, il l’a tué ! Calmez-vous, madame, qui a tué qui. À ce moment-là, Rodrigo a déboulé, le pistolet à la main. Vite, m’a-t-il dit, avant qu’ils ne nous attrapent. C’est la guerre. Et Mariana, lui ai-je demandé. Il faut aller la chercher. Non, quoi, vite.
Et oui : on a couru à toute blinde. On a ressenti un grand soulagement en retrouvant notre amie dans la rue. Il s’est fait son père, lui ai-je dit. Putain, a dit Mariana, c’est bien ce que je croyais. Et on s’est mis à courir comme si on était poursuivis par une meute de chiens enragés. On s’est arrêtés au moment où Rodrigo a trébuché sur une pierre et s’est étalé par terre. Il saignait de la tête.
Quel coup je me suis pris, nous a-t-il dit à moitié abruti. Oui, c’était un sacré coup. On lui voyait même un petit peu l’os.

On était tous les trois en pyjama et ils étaient tous les deux déchaussés. J’étais le seul à porter des chaussettes. Tu me les prêtes un peu, m’a demandé Mariana, il fait très froid. Je les lui ai prêtées.
Et maintenant qu’est-ce qu’on fait ? C’est même pas la peine de retourner chez le cadavre. On a encore le pistolet, non ? On peut aller chez quelqu’un et tuer celui qui nous ouvre la porte. Ne sois pas sot, ça c’est une connerie. De toute façon, on n’a plus de balles. Tu crois que quelqu’un va nous ouvrir ? C’est vrai, on est des tueurs. T’as rien compris.
Le froid m’a donné envie de faire pipi. Je me suis un peu fait dans le slip et j’ai fini de faire pipi sur le pneu d’une voiture. Sale cochon, m’a dit Mariana. Ça a fait rire Rodrigo.
On a marché un moment jusqu’à ce qu’on trouve une maison avec les fenêtres cassées. Elle doit être abandonnée.
C’est sûr. On a fini de casser une vitre et on est entrés. C’était très sombre.
On a trouvé une chambre dans laquelle s’infiltrait un peu de la lumière de la rue. On a repoussé les débris sur le côté, on s’est allongés en se serrant très fort pour essayer de se réchauffer et on s’est endormis, enfin finalement endormis.

Le lendemain matin, j’ai réveillé les autres, les os tout endoloris. On a enfin pu voir l’endroit où l’on avait dormi. Il était très humide et sale. Il y avait des canettes de bière, des mégots, des sacs en plastique, des écorces d’orange et beaucoup de terre. Ça sentait tout simplement la merde.
Mariana grelottait de froid bien qu’elle soit bouillante. Je suis sûr que c’est de la fièvre, ai-je dit. Une poussée de fièvre bonne pour faire venir le docteur. Quel docteur, s’est alors emballé Rodrigo, à cran. Comment tu te sens ?, ai-je demandé. Elle n’a même pas répondu. Elle ne faisait que grelotter et grelotter.
Il faut aller acheter de l’aspirine. Tu as raison, ai-je confirmé. Rodrigo se proposa d’aller chercher une pharmacie pendant que je m’occupais de Mariana.
On l’a attendu pendant des heures et des heures jusqu’à ce que Mariana arrête de trembloter. Quand elle m’a dit qu’elle se sentait bien, je lui ai expliqué que Rodrigo était parti à la recherche d’une pharmacie pour lui acheter de l’aspirine et qu’il n’était toujours pas revenu. Il s’est retardé. Oui, il s’est retardé, il a dû lui arriver quelque chose.
On l’a cherché au point de se perdre et de ne plus savoir retrouver la maison où l’on avait dormi. On avait une faim du tonnerre. Et pas d’argent. Et pas de pistolet. Et pas de foyer où manger.
Le reste, c’était une idée de Mariana. A un feu rouge, on a commencé à demander de l’argent aux conducteurs des voitures. Quand nos poches ont été pleines de pièces de monnaie, on a compté : neuf pesos et vingt centimes. Dans une épicerie on a acheté deux sachets de chips et deux sodas.
Après avoir mangé, on s’est allongés sur le gazon du terre-plein central. On a parlé de Rodrigo pendant un long moment. Qu’est-ce qui lui était arrivé ? Qui sait. La police l’a arrêté parce qu’il a tué son père ? Peut-être qu’il s’est seulement perdu. Comme nous. Ou peut-être qu’il s’est fait prendre au moment où il voulait tuer le pharmacien. Mais non, il n’avait plus de balles ! Ou il s’est fait écraser. Qui sait. Ou il est tellement fouille-merde qu’il s’est fait flinguer.
Il a commencé à faire nuit et on n’avait pas où dormir. On n’avait pas le choix alors on a demandé où se trouvait la rue López pour aller chez madame Ana Dulce. Même si ça sentait mauvais, on y trouverait un lit.
On a mis au moins deux heures pour y aller. La police était devant la maison de la vieille Ana Dulce. Je crois que... Oui, oui, j’ai compris. Qu’est-ce qu’on fait. Merde, ça commence à devenir chaud.
On s’est installés pour dormir dans un terrain vague où il y avait des rats. Putain, j’en étais sûr. On a passé une sacréenuitdemerde.
On s’est réveillés mouillés et avec les cheveux givrés. On avait une faim épouvantable. Et si on rentrait à la maison ? Qu’est-ce que tu racontes ? Tu ne vois pas que Rodrigo s’est fait son père ? Rodrigo c’est Rodrigo. De toute façon il est peut-être mort.

Concha nous a vus la première : sales gosses, vous allez voir ce qui vous attend.
Elle avait raison : qu’est-ce qui nous attendait... Mais ils ne savaient pas non plus ce qui les attendait, vu le caractère de Mariana.

Par Laure Gauzé