Service public (vo)

La extraña enfermedad reapareció en un mal momento.

Llevábamos tres horas de camino por la carretera que va a Trescaballos. El asiento de segunda clase me lastimaba la espalda, y la vista del paisaje tras la ventanilla aumentaba la sensación de calor. Sin embargo, las molestias del trayecto eran compensadas por mi exaltación ante la nueva vida que, luego de hesitaciones y contratiempos, me esperaba en Maravatío. Pensando en el importante paso que estaba a punto de dar, me concentré en disfrutar el desfile de caseríos y parajes áridos tras el cristal. Fue entonces que se anunciaron los primeros síntomas. A la altura del Zapotillo, un primer calambre me recorrió el brazo cuando abrí la ventana para llamar al vendedor de aguas frescas. Al tomar el vaso con horchata, la punzada me engarrotó los dedos y dejé caer la bebida. El líquido blanco cayó sobre la tierra con un crujido seco y levantó una pequeña nube de polvo ; dibujó una figura de densos contornos, como una mancha abstracta en un cuadro al óleo. Pedí rápidamente otro vaso, mientras me sobaba la mano engarrotada, pero el autobús arrancó antes de que pudiera buscar las monedas, y el vendedor se quedó de pie junto al camino, con el vaso de horchata fresca en la mano. Saqué la cabeza y vi cómo se perdía entre el polvo y el aire caliente del motor.

En las dos horas siguientes las molestias apenas se hicieron sentir, pero al bajar a la terminal semidesierta de Trescaballos los dolores se recrudecieron. Calculé que me quedaban casi tres horas libres antes de la salida del autobús que me llevaría finalmente a Maravatío, así que traté de calmarme y aprovechar el tiempo. Encontraría un teléfono, haría la llamada y luego buscaría aquella terraza fresca, protegida por un amplio portal amarillo cerca de la catedral, que había conocido en algún viaje muchos años atrás, y en la que se servían unas exquisitas aguas de sabor. Luego de un refrigerio, y de haber puesto remedio a mis males, la parte final del viaje sería más placentera.

Mientras cargaba mi pesado maletín por la avenida que provenía de la estación de autobuses, las molestias reaparecieron en la muñeca. Ligeras punzadas equidistantes traían a mi memoria viejas crisis, azuzando mi nerviosismo. Por indicaciones del único hombre que encontré sobre el bulevar –eran las tres y media de la tarde, y todo el pueblo debía refugiarse del sol en sus casas–, supe que el centro de la ciudad no estaba muy lejos de la estación, siguiendo la misma ruta hacia el sur. Aunque la ciudad era todavía pequeña, había cambiado bastante desde mi última visita. Me pareció ver nuevos comercios, todos cerrados a esa hora, más carros y mejor infraestructura. Seguramente contaba con mejores servicios. No sería difícil encontrar un teléfono, y tampoco la terraza junto a catedral.

Algunos pasos más adelante, y entre calambres que me recorrían los dedos como hormigueos eléctricos, encontré una tienda de abarrotes abierta, que llamaba la atención por su apariencia oscura y fresca. Asomé la cabeza esquivando la viga de la puerta, chaparra como la construcción entera, y pregunté hacia la penumbra del interior. ¿Eran tan amables de indicarme dónde podía hacer una llamada telefónica ? Era importante. El tendero me alargó una tarjeta telefónica y señaló en dirección calle abajo. Al hacerlo acercó el rostro a la claridad de la entrada, y pude entonces ver sus pequeños ojos mirándome fijamente, como si intentaran decirme algo a escondidas de espías invisibles. Sin embargo, el hombre se limitó a sonreír sin decir nada, se dio media vuelta y volvió hacia el fondo del mostrador. Salí de la tienda con el sentimiento de haber presenciado algo que no comprendí, o de haber sido víctima tal vez de una broma local. Pensé que la actitud del tendero era sólo uno de esos gestos que caracterizan a los habitantes de algunas poblaciones, que pueden resultarnos extraños a los foráneos, pero que no tienen significado alguno. Este razonamiento me pareció digno del licenciado, y me sentí orgulloso de mí mismo. Definitivamente, no podía equivocarme. Era el momento de pasar a algo diferente, a algo nuevo.

En el calor de la calle olvidé al licenciado. El sol de Trescaballos dificultaba la nostalgia. Caminé con la cabeza gacha y los ojos entornados, repitiéndome que lo importante por ahora era frenar el malestar, dar al cuerpo lo que me exigía. Conocía de sobra los síntomas, sabía cómo calmarlos, pero era lo inhabitual de la situación en que se presentaban lo que me causaba nerviosismo. Debía encontrar una cabina telefónica. Tenía que hacer la llamada. Pude sentir cómo avanzaba la cosquilla que se apoderaba de mi garganta, los calambres que pronto serían contracciones esporádicas y violentas en antebrazos, muñecas y falanges. Habían comenzado también las punzadas en las encías y en la base de la lengua. Por lo general, al llegar a este grado me encontraba ya de vuelta en el despacho del licenciado y buscaba alivio en uno de los tres teléfonos de que disponíamos, de modo que esas crisis casi nunca llegaban a ser un verdadero problema. Pero podían llegar a ser violentas si no actuaba con rapidez. No había tratamiento alternativo posible, y una vez que ya se había instalado, la alarma podía llevarme a actitudes que nunca tomaría en mi sano juicio.

Extremé mi atención mientras me internaba en una zona que parecía ser el centro de la ciudad. Las calles no eran muy amplias, como es común en las zonas céntricas de las ciudades antiguas, y el tráfico de automóviles era más pesado de lo que esperaba. Llegué hasta un pequeñísimo jardín de arbusto tiesos por el sol, y ahí intenté pedir información a algún lugareño. Me acerqué a tres de ellos, pero no logré captar su atención. Pasaban junto a mí apresurados y con el rostro compungido. Se me ocurrió que tal vez en aquel lugar se consideraba de mal gusto interpelar a la gente en la calle y bajo aquel calor. Dejé el jardín y tomé otra calle, igual de transitada que la anterior. Encontré, por fin, una cabina en una esquina de animada actividad peatonal. La divisé a casi cien metros de distancia, y su sola visión bastó para reanimarme. Aceleré el paso y me dirigí hasta allí, pero mi entusiasmo pronto se desvaneció. Por su pestilencia y suciedad, la cabina parecía haber sido abandonada años atrás, y era tanto el calor en el interior, que casi me sentí aliviado cuando constaté que ambos teléfonos estaban fuera de servicio ; no tuve más remedio que continuar mi búsqueda. En la próxima cabina, que encontré unas calles más adelante, una señora se apretujaba entre media docena de bolsas de supermercado llenas a reventar, golpeando el auricular contra la caja metálica mientras profería maldiciones. Al ver que me acercaba, me miró fijamente unos segundos, luego se asomó bruscamente a la puerta, el teléfono alzado sobre la cabeza y gritó : ¡No funciona ! ¡No funciona ! Y volvió al interior a seguir golpeando el auricular, del que se desprendían pequeños fragmentos de plástico.

El desánimo comenzó a ganarme. La imagen de mi escritorio, pequeño pero ordenado en aquel rincón de la oficina del licenciado, me venía a la mente sin que pudiera controlarlo. Sobre él, los tres teléfonos Siemmens blancos, limpios y funcionales, resonaban en mi cabeza con su música angelical. Podía sentir el peso de sus auriculares delgados, exactos ; el tono de sus altavoces precisos ; la discreción de sus tonos de espera. Me reanimé pensando que, si algo se aprende luego de catorce años como secretario particular, es a tener paciencia. Encontraría un teléfono en aquel pueblo, aunque tuviera que recorrerlo completo. Seguí caminando, y la música de mis ex instrumentos de trabajo seguía en mi mente, lejana y constante, marcaba ahora el ritmo como una marcha de guerra.

Un escalofrío recorrió la palma de mi mano derecha. La llevé frente a mi rostro y descubrí el comienzo de pequeñas manchas azulosas, que pasarían después a ser grandes moretones. Tampoco tardarían en aparecer las punzantes contracciones en los dedos. Froté suavemente mis manos, y buscando distraerme observé el paisaje que me rodeaba. La actividad en las calles céntricas tenía cierta movilidad muda, una intensidad sofocada bajo el calor y la luz que le daba a la gente un aire introspectivo. Fuera de los comercios y cafés la vida era intensa pero efímera. Hombres y mujeres salían encogidos de las tiendas u oficinas, atravesaban en silencio las calles humeantes, y desaparecían con sigilo por la puerta de otro local próximo, dando a aquel bullicio un aire fantasmal, como el de una fotografía que no llega nunca a fijarse del todo. La luz homogeneizaba la vida bajo un tono ocre, al grado que en ocasiones no era posible distinguir entre objetos y personas. Bajo aquel incendio habitado quise observar las construcciones, que en una primera impresión me parecieron bajas y claras, pero pronto debí renunciar a ello : elevar la mirada en Trescaballos era un atrevimiento oftalmicida.

Pensaba en esto cuando vi, surgiendo desde la acera, un tubo metálico cercenado a medio metro de altura. De su interior dos cables, negro y rojo, surgían tiesos en el aire como dos cadáveres en la horca. La cabina había sido arrancada de tajo. Si mi situación no cambiaba pronto, tendría que pensar en medidas más drásticas. No me quedaba mucho tiempo antes de que los dolores dieran paso a las alucinaciones, y entonces no sabía cómo iba a reaccionar. En una ocasión, durante la crisis más fuerte que recordaba, había comenzado ya a perder mi lucidez, envuelto en sufrimientos físicos y delirios digitales, cuando el licenciado entró al despacho y me sacó en brazos buscando ayuda. En aquellos días los teléfonos del despacho –eran épocas duras para el negocio– no funcionaron durante casi una semana. La recuperación llevó más tiempo del normal. Llamé a toda la agenda del licenciado en repetidas ocasiones, durante tres días seguidos, hasta que mi espíritu recobró su prestancia.

Continué mi búsqueda y encontré tres cabinas más, todas inservibles. Una de ellas había sido completamente desvalijada, y en su interior sólo quedaban restos del canto de una guía telefónica. Llegué incluso a las oficinas de la compañía de teléfonos, donde me parecía indudable que encontraría alguno en servicio, y donde me enteré de su reciente remoción “por órdenes del alcalde”. Salí de nuevo al centro de la ciudad. Caminé exhausto, soportando el dolor en los dedos. Luché por ignorar la sensación en el índice derecho, que se retorcía hacia el revés de la mano como si quisiera desprenderse, lanzarse por las calles y colarse entre los resquicios de puertas o ventanas, encontrar a como diera lugar un teléfono y profanarlo repetidamente con su marcación enfermiza. Llegué hasta una amplia plaza que no había visto antes, aún cuando me parecía haber recorrido aquellas callejuelas minuciosamente. La vastedad de la explanada, en medio de aquella zona de angostos pasajes, y la extraña actividad que ahí se observaba, llamaron mi atención. Aquel lugar parecía pertenecer a otra ciudad, encontrarse ahí por error. Burdo y extranjero, parecía concentrar todo el trajín de la ciudad. Por alguna razón, al llegar ahí tuve la certeza de que algo importante estaba sucediendo, aunque no hubiera sabido decir qué. Al recorrer la plaza con la mirada descubrí, justo en el centro, una cabina telefónica que parecía encontrarse en perfecto estado. El lustre de sus cristales hería la vista a la distancia, proyectando en todas direcciones la luz de un sol eternizado en el cenit. Alrededor de la caseta se abría un amplio espacio en el que se ahogaba el bullicio de la gente, intranquila y revoltosa entre las hojas empolvadas, una fuente sin agua y algunos vendedores. Al avanzar unos cuantos pasos hacia aquella cabina, pude darme cuenta de que la presencia de toda aquella gente no era gratuita : estaban formando una fila de espera para utilizar el teléfono.

Atónito, vi cómo junto a la cabina surgía una gruesa columna que sumaba varias docenas de personas, y que se alargaba hacia un costado de la plaza. Quienes ahí esperaban permanecían inmóviles, aplastados en vida bajo el calor, tal vez incapaces de abandonar la columna aun si así lo quisieran. Seguí la fila con la mirada : se extendía por más de sesenta metros, y su densidad era constante, excepto por una especie de nudo que se apretaba bajo la sombra de un pequeño naranjo color tierra. Abatido, me detuve al borde de la plaza, mirando con azoro la gente que se abanicaba con pañuelos, revistas desencuadernadas o trozos de cartón humedecidos por el sudor. Apenas si se dirigían la palabra. El resplandor de aquel cielo anulaba el viento, apabullaba las sombras, fijaba la ciudad. Tuve la extraña impresión de que en torno a aquella caseta, solitaria en el corazón de la explanada, giraba toda la vida de la plaza y, de alguna manera, la de la ciudad misma. Esta revelación fue tan clara que me dirigí, resignado y un tanto temeroso, hasta el final de la fila, decidido a esperar mi turno el tiempo que fuera necesario.

En la lentitud de aquella cronometría fundida, en algún momento fui consciente de que la fila crecía de manera lenta y continua, pero no avanzaba hacia la cabina. Escuché que dos hombres comentaban, un par de metros atrás, que un conjunto de cabinas en la calle Juárez había sido atacado por un grupo de encapuchados, quienes las habían dejado por completo inservibles. Vaya, ni para pegar carteles servían ya. Uno más había recorrido la avenida principal desde la periferia hasta la plaza, y daba fe de ocho casetas igualmente en ruinas. Intenté iniciar conversación con el anciano que esperaba frente a mí, con la esperanza de obtener información sobre lo que parecía ser una grave crisis de la telefonía local. Ante la referencia, el anciano sólo atinó a vociferar un sinnúmero de reproches contra los jóvenes de hoy en día. Diversos grupos comenzaron a formarse junto a la fila y alrededor de la cabina. En ellos se conversaba en voz baja, se señalaba, se asentía de común acuerdo. Tuve el impulso de acercarme para obtener información, pero por temor a perder mi lugar en la fila decidí no moverme, a pesar de que hervía en curiosidad y que me urgía poner fin a las punzadas que ahora iban desde las muñecas hasta el extremo de los dedos, desde la garganta hasta la punta de la lengua. Las personas que no participaban en estas conversaciones permanecían, como yo, plantadas en la fila abanicándose con resignación. Pocos prestaban atención al par de vendedores que ahora recorrían la explanada ofreciendo agua fría, limonadas, bocadillos y sombrillas. Fue uno de estos vendedores quien me señaló, ante mis preguntas, que aquella cabina no era una superviviente, sino la primera de una nueva generación de aparatos ultramodernos, más eficaces y de mejor calidad. Es satelital, dijo, vocalizando lentamente. Aquello me convenció de que, aun cuando el vendedor me hubiera mentido, en ningún otro sitio de la ciudad conseguiría un teléfono en buenas condiciones. En el interior de la cabina una señora de canas y delantal acumulaba quince minutos de gritos y manotazos, mientras afuera la gente resoplaba con desesperación.

La agitación inició poco después. Yo me sentía incapaz de moverme. Apoyado contra un arriate, masajeaba mis manos adoloridas y para calmarme pensaba en las puertas amarillas frente a la catedral, en el enorme pescado a la parrilla y en la limonada fresca. Al principio, fue una especie de murmullo. Un estirar el cuello por aquí, una expresión de fastidio por allá. Un grupo de hombres se concentraba y bajaba la voz, mirando hacia la anhelada caseta. Colegiales uniformados rondaban con malicia a la gente que esperaba, los seguía con la mirada atenta. Uno de ellos, de aire insolente y más alto que sus compañeros, se dirigió manoteando hacia la caseta, profiriendo voces que no alcancé a escuchar. Di un paso a un costado saliendo un poco de la fila y vi cómo, en medio de un creciente desorden, una segunda fila se formaba desde la entrada de la cabina, a iniciativa del colegial. Se generó una discusión, las personas intervenían e invitaban al orden. El anciano que estaba frente a mí despotricó y maldijo a la juventud que todo lo pudría. Una tercera fila nació entonces desde la parte posterior de la cabina, a espaldas de la entrada. Los primeros en nuestra columna reían burlándose de semejante idiotez, mientras que otros, más retirados, condenaban airadamente la impertinencia, revolviéndose en sus sitios como perros amarrados. Voces y silbidos comenzaron a surgir desde diferentes rincones de la plaza. Entonces me di cuenta que el tumulto había adquirido proporciones amenazadoras. En ese momento la masa de gente, a pesar de la viscosidad que le daba aquella temperatura insufrible, se agitó a un mismo tiempo y, con un murmullo profundo y sordo, pasó de manera simultánea a la acción. Comenzaron por desalojar a la anciana que monopolizaba la caseta, levantándola en vilo sobre la multitud y haciéndola pasar de brazo en brazo hasta alejarla del lugar. Lo que siguió no lo tengo del todo claro, porque al mismo tiempo me invadió la convicción de que, si no actuaba de manera decidida, perdería tal vez mi última oportunidad de alcanzar el teléfono. Se generó un estruendoso alboroto. El inicio de la fila original era un hormigueo de gente que defendía su sitio de los incontables invasores. Los de la segunda fila, más organizada, pretendían fundar en este orden su derecho a acceder antes al teléfono. Con expresión ansiosa, los de la tercera columna vociferaban mientras medían la distancia que los separaba de la puerta. Otro gran número de personas se aproximaba lentamente, como predadores al acecho, a la espera de la menor oportunidad para atacar. Entonces dejé la fila.

Mientras las discusiones se encendían con rapidez y amenazaban con llevar a mal término el conflicto, vi cómo los integrantes de la tercera fila, que nacía a espaldas de la entrada a la cabina, tomaban por asalto la caseta. Cuatro o cinco de ellos se dieron a la tarea de desprender el cristal que hacía de pared posterior. Las personas que vigilaban la entrada los encararon, mientras la escena se perdía entre los resplandores del cristal violentado. En ese momento una multitud se abalanzó sobre la caseta de cristal, que pareció entonces frágil como un copo de nieve, indefensa en medio del choque brutal cuya violencia se propagó en pocos segundos a toda la plaza. Fue al momento de esa primera acometida, cuando los tirones que me punzaban en la base de la lengua y en las manos desde hacía ya más de una hora llegaron a su más alto nivel. Los dedos se me crisparon en un entumecimiento incontenible. El dolor y la angustia acumulados me estallaron en una euforia que me impulsó hacia el frente, hacia la caseta que se elevaba vacía en medio de la batalla campal desencadenada.

Apenas alcanzaba la masa pendenciera cuando noté la presencia de las fuerzas del orden. Protegidos con cascos y escudos metálicos se abrían paso entre la muchedumbre repartiendo golpes. Me erguí para ver el panorama con mejor perspectiva, pero el sol me cegó clavando sus dardos en mis ojos. En medio de la repentina ceguera, surgió frente a mí el colegial insolente, quien lanzaba golpes en todas direcciones. Lo tomé por la camisa y lo arrastré hasta ponerme en el camino de uno de los policías, que me pareció tener un rango importante. Cuando estuvo frente a mí, comencé a abofetear a mi víctima, que en vano manoteaba e intentaba zafarse. El oficial pasó a mi lado gritando órdenes a sus hombres sin prestarme atención, y se dirigió hacia el centro de la batalla campal, hacia la cabina telefónica a punto de ser desmembrada y en cuyo interior dos personas se golpeaban salvajemente. Los guardianes del orden sacaron a rastras al par de rijosos y los llevaron a un carro policiaco. En cuanto al resto, se limitaron a dispersarlos a macanazos formando un círculo cuyo centro era la caseta desvencijada. En una última recopilación de fuerzas levanté a mi presa, que había caído al suelo y se retorcía chillando, y lo arrastré hasta quedar frente al cordón de policías, esperando una última oportunidad. Pronto mi esperanza se vio materializada. Un grupo de cinco o seis de los colegiales uniformados, creando un bólido con sus cuerpos apretujados entre sí, se impulsó contra el cordón policial provocando su fractura. Varios de los elementos del lado opuesto del círculo protector acudieron a apoyar a sus colegas. La confusión me permitió entonces abalanzarme entre dos agentes, empujando frente a mí a mi presa, que ahora cooperaba comprendiendo mi intención, hasta alcanzar uno de los cristales laterales de la cabina y astillarlo en mil pedazos. Pude ver, mientras caía en el interior, hecho un nudo con el cuerpo de aquel muchacho, la expresión de asombro, los gritos de alegría y de triunfo de la multitud que se revolvía a nuestro alrededor. Mientras los agentes nos arrastraban fuera de la caseta destruida, el muchacho me sonrió desde su rostro rojo e hinchado, casi agradecido.

Nos metieron en patrullas diferentes, con las manos esposadas a la espalda. Antes de partir, vi por última vez aquel rostro juvenil extasiado. Los dolores en las manos, en la lengua, en los oídos, no habían cesado, pero los sentía ahora lejanos mientras me preguntaba, con una sonrisa en el rostro, si la taberna de puertas amarillas estaba cerca de la comisaría, en donde antes que nada tendría que exigir el abogado y la llamada telefónica a los que la ley me da derecho.

Traduit par Miguel Tapia

Mon étrange maladie refit son apparition à un mauvais moment.

Nous étions sur la route pour Trescaballos depuis trois heures. Mon siège, en seconde, me faisait mal au dos et la vision du paysage, derrière la vitre, augmentait ma sensation de chaleur. Cependant les tracas du voyage étaient compensés par le sentiment d’exaltation que m’inspirait la nouvelle vie qui, après quelques hésitations et contretemps, m’attendait finalement à Maravatío. Tout en songeant à l’importance de l’étape que j’allais franchir, je tâchai de profiter des villages et des champs arides qui défilaient derrière la vitre. C’est alors que se manifestèrent les premiers symptômes. À la hauteur d’El Zapotillo, une première crampe me parcourut le bras tandis que j’ouvrais la fenêtre pour appeler le vendeur de boissons fraîches. Alors que je prenais un verre d’orgeat, une douleur lancinante crispa mes doigts et je fis tomber ma boisson. Le liquide blanchâtre tomba à terre avec un craquement sec, soulevant un léger nuage de poussière ; il dessina une figure aux contours épais, comme une sorte de tache abstraite dans une peinture à l’huile. Je commandai rapidement une nouvelle boisson tout en massant ma main endolorie mais l’autobus démarra sans me laisser le temps de chercher de la monnaie, et le vendeur resta planté sur le bas-côté de la route, mon verre d’orgeat à la main. Passant la tête au dehors, je le vis s’éloigner dans la poussière et l’air chaud du moteur.

Dans les heures qui suivirent, la douleur se fit à peine sentir mais à mon arrivée à la gare routière à demi-déserte de Trescaballos, les tiraillements redoublèrent. Je calculai qu’il me restait près de trois heures avant le départ de l’autobus qui devait me conduire à ma destination finale, Maravatío ; je décidai alors de me calmer et de profiter du temps dont je disposais. J’allais trouver un téléphone, passer mon coup de fil puis je me mettrais en quête de cette belle terrasse ombragée, protégée du soleil par de spacieuses arcades jaunes près de la cathédrale, et à laquelle je m’étais déjà installé au cours d’un voyage précédent, de nombreuses années auparavant, et où l’on servait d’excellentes eaux de fruits. Après m’être restauré et avoir soulagé mes douleurs, la dernière partie de mon voyage me paraîtrait bien plus agréable.

Tandis que je portais ma lourde valise sur l’avenue qui partait de la gare routière, les douleurs refirent leur apparition dans mon poignet. De brefs élancements me rappelaient, à intervalles réguliers, d’anciennes crises, attisant mon angoisse. Grâce aux indications du seul homme que je croisai sur le boulevard — il était trois heures et demie de l’après-midi, à cette heure, le village tout entier devait se garder du soleil, au frais, dans les maisons —, j’appris que le centre-ville n’était pas très loin de la gare, dans cette même direction, vers le sud. Bien que la ville fût encore de taille modeste, elle avait considérablement changé depuis mon dernier passage. J’eus l’impression de voir de nouveaux magasins, tous fermés à cette heure de la journée, davantage de voitures et une meilleure infrastructure générale. On pouvait sans doute y trouver des services de meilleure qualité. Il ne me serait pas difficile de trouver un téléphone ainsi que la terrasse près de la cathédrale.

Quelques mètres plus loin, et envahi de crampes qui me parcouraient les doigts comme un fourmillement électrique, je trouvai une épicerie ouverte et dont l’apparence ombragée et fraîche attirait l’attention. Je passai la tête à l’intérieur, évitant la poutre de la porte d’entrée, trapue, à l’image de l’édifice tout entier, et appelai, à travers la pénombre. Pourriez-vous m’indiquer où je pourrais passer un coup de fil ? C’était important. Le vendeur me tendit une carte téléphonique et m’indiqua le bas de la rue. À cette occasion il sortit de la pénombre, et je pus voir ses petits yeux me fixer instamment, comme s’ils voulaient me dire quelque chose, à l’abri d’invisibles espions. Cependant l’homme se contenta de sourire sans rien dire, fit demi-tour et retourna derrière le comptoir. Je sortis de l’épicerie avec le sentiment d’avoir été témoin de quelque chose que je n’avais pas compris ou d’avoir peut-être été victime d’un canular local. Je mis l’attitude du vendeur sur le compte de ces attitudes typiques des habitants de certaines villes qui peuvent nous sembler étranges lorsque l’on n’est pas du coin mais qui en réalité ne signifient rien. Un tel raisonnement me parut digne de mon chef et je me sentis fier de moi. Décidément, je ne pouvais pas me tromper. L’heure était venue de passer à autre chose, à quelque chose de nouveau.

La chaleur dans la rue me fit oublier mon chef. Le soleil de Trescaballos contrariait tout mouvement nostalgique. J’avançai tête baissée, les yeux entrouverts, me répétant que la seule chose qui importait pour le moment était de mettre un frein à la douleur, de donner à mon corps ce qu’il réclamait. Je ne reconnaissais que trop bien mes symptômes, je savais comment les calmer mais ce qui me rendait nerveux c’était la situation inhabituelle dans laquelle ils se manifestaient. Il me fallait trouver une cabine téléphonique. Je devais passer un coup de fil. Tout à coup je sentis monter le chatouillement qui s’emparerait de mon cou, les crampes qui ne tarderaient pas à se transformer en des contractions sporadiques et violentes dans mes avant-bras, mes poignets et mes phalanges. Les élancements dans les gencives et à la base de la langue avaient eux aussi commencé. En règle générale, arrivé à ce stade, j’étais déjà de retour dans le bureau de mon chef et je trouvais un soulagement à ma douleur grâce aux deux ou trois téléphones dont nous disposions, de sorte que ces crises ne venaient jamais constituer un véritable problème. Mais elles pouvaient devenir violentes si l’on n’y remédiait pas rapidement. Il n’existait pas de traitement alternatif, et une fois déclenchée, la panique pouvait me mettre dans des états inimaginables lorsque j’ai tous mes esprits.

Je redoublai de vigilance en entrant dans une zone qui avait tout l’air d’être le centre-ville. Les rues n’étaient pas très larges, comme dans toutes les rues centrales des vieilles villes, et le trafic était plus important que je ne me l’étais imaginé. J’atteignis un petit jardin planté d’arbustes raidis par le soleil et là, j’essayai d’obtenir des informations d’un habitant du coin. Je m’approchai de trois d’entre eux mais je ne parvins pas à attirer leur attention. Ils passaient près de moi, pressés et l’air grave. Je me dis que peut-être il n’était pas bien vu dans ce village d’interpeller les gens dans la rue et de surcroît, par une telle chaleur. Je quittai le jardin et m’engageai dans une autre rue, tout aussi fréquentée que la précédente. Je trouvai enfin une cabine à un angle de rue très animé par le passage des piétons. Je l’avisai à cent mètres et sa seule vue suffit à me redonner courage. J’accélérai le pas et marchai dans sa direction, mais mon enthousiasme ne tarda pas à s’évanouir. La puanteur et la saleté de la cabine téléphonique laissaient penser qu’elle n’était plus en usage depuis des années et il faisait si chaud à l’intérieur que je fus presque soulagé de constater que les deux téléphones étaient hors service ; je n’eus pas d’autre choix que de reprendre mes recherches. Dans la cabine suivante, que je trouvai quelques rues plus loin, une femme était comprimée au milieu d’un douzaine de sacs plastiques remplis à craquer, et frappait le combiné contre le poste métallique tout en proférant des insultes. Me voyant approcher, elle me regarda fixement pendant quelques secondes puis sortit brusquement la tête de la cabine, le téléphone en l’air, et se mit à crier : Ça ne marche pas ! Ça ne marche pas ! Puis elle retourna dans la cabine et se remit à donner des coups avec le combiné dont il commençait à se détacher des petits morceaux de plastique.

Je me sentais peu à peu gagné par un sentiment de découragement. Le souvenir de mon poste de travail, petit mais bien en ordre, dans un coin du bureau de mon chef, me revenait malgré moi à l’esprit. Placés dessus, les trois téléphones Siemens, blancs, propres et fonctionnels résonnaient dans ma tête, avec leur apaisante musique. Je pouvais sentir le poids de leur combiné, léger, exact ; le ton, précis, de leur haut-parleur ; la discrète tonalité d’attente. Je reprenais courage en pensant que s’il y a bien quelque chose que l’on apprend en quatorze ans de métier comme secrétaire personnel, c’est la patience. Je finirais par trouver un téléphone dans ce village, dussé-je le parcourir de bout en bout. Je me remis à marcher, la musique de mes anciens instruments de travail ne me quittait pas, à la fois lointaine et constante, elle martelait à présent le rythme d’une marche militaire.

Un frisson parcourut la paume de ma main droite. Je la portais à hauteur de mon visage et j’y découvris, naissantes, de petites taches bleutées qui allaient devenir sous peu de grosses ecchymoses. Les contractions lancinantes ne tarderaient pas non plus à apparaître dans mes doigts. Je frottai doucement mes mains et, dans l’espoir de trouver un peu de distraction, j’observai le paysage autour de moi. L’activité des rues du centre-ville produisait une sorte de vibration muette, une intensité étouffée par la chaleur et la lumière qui donnaient aux gens un air songeur. À l’extérieur des boutiques et des cafés la vie était intense mais éphémère. Les gens, hommes, femmes, sortaient des bureaux et des magasins, voûtés, les épaules en avant, traversaient en silence les rues fumantes et disparaissaient prestement par la porte d’un autre bâtiment, donnant à cette agitation un air fantomatique, comme sur ces photos dont l’image ne se fixe jamais tout à fait. La lumière donnait un ton unifié, ocre, à la vie, au point qu’il était parfois difficile de distinguer les objets des personnes. Sous cet incendie peuplé je voulus observer les constructions, qui au premier coup d’œil me semblèrent basses et claires mais je dus bientôt y renoncer : lever les yeux à Trescaballos était une hardiesse ophtalmicide.

J’en étais à ces réflexions quand je vis surgir sur le trottoir un tube métallique coupé à cinquante centimètres de hauteur. Il en sortait deux câbles, un noir et un rouge, tout droits, raides comme deux cadavres pendus à la potence. La cabine avait été arrachée d’un coup tranchant. Si ma situation ne changeait pas d’un instant à l’autre, il me faudrait trouver des mesures plus drastiques. Il ne me restait pas beaucoup de temps avant que les douleurs ne laissent place à des hallucinations, et je ne savais pas comment je réagirais si cela se produisait. Une fois, au cours de la crise la plus violente dont je me souvenais, j’avais déjà perdu toute lucidité, égaré dans des souffrances physiques et des délires digitaux, quand mon chef était entré dans le bureau et m’en avait extirpé à mains nues pour chercher de l’aide. À cette époque les téléphones du bureau — c’était une période difficile pour les affaires — avaient cessé de fonctionner pendant près d’une semaine. Je mis plus de temps qu’il n’en faut à me rétablir. J’appelai tous les numéros de l’agenda de mon supérieur, à plusieurs reprises, trois jours durant, jusqu’à ce que mon esprit troublé retrouve son agilité.

Je poursuivis ma recherche et trouvai trois cabines de plus, toutes inutilisables. L’une d’elles avait été totalement pillée, il ne restait à l’intérieur que quelques bribes effilochées du dos d’un annuaire téléphonique. J’échouai même dans les bureaux de la compagnie téléphonique où j’étais persuadé d’en trouver un en service et où je m’avisai finalement de son déménagement « après décision expresse du maire de la ville ». Je retournai vers le centre-ville. J’avançai, épuisé, supportant la douleur qui me tiraillait dans les doigts. Je tâchai d’ignorer la sensation qui parcourait mon index droit, lequel se tordait en arrière, comme s’il cherchait à se détacher de ma main pour s’élancer à travers les rues et se faufiler dans l’entrebâillement des portes ou des fenêtres, trouver, d’une façon ou d’une autre, un téléphone et le profaner à maintes reprises en composant fébrilement des numéros. J’atteignis une grande place que je n’avais pas encore traversée alors même que j’avais l’impression d’avoir parcouru de fond en comble ces ruelles centrales. L’étendue de l’esplanade, au beau milieu de cette zone de passages étroits et l’étrange animation que l’on y observait attirèrent mon attention. Ce lieu, mis là comme par erreur, semblait appartenir à une autre ville. Grossier, déplacé, il semblait concentrer tout le brouhaha de la ville. Pour une obscure raison, en arrivant là, j’eus la certitude que quelque chose d’important était en train de se passer même si je ne pouvais décider pourquoi. En parcourant du regard la place, je découvris, posée en plein centre, une cabine téléphonique qui avait l’air en parfait état. L’éclat de ses vitres blessait les yeux, même à distance, projetant dans toutes les directions la lumière d’un soleil éternellement au zénith. Autour s’ouvrait une vaste étendue sur laquelle se pressait la foule, agitée et fébrile piétinant des feuilles poussiéreuses, une fontaine à sec et quelques vendeurs ambulants. En me rapprochant de la cabine, je pus me rendre compte que la présence de tous ces gens n’était pas gratuite : ils faisaient la queue pour utiliser le téléphone.

Éberlué, je vis surgir près de la cabine une épaisse colonne dans laquelle s’étaient fondues plusieurs douzaines de personnes et qui longeait un des côtés de la place. Ceux qui attendaient restaient immobiles, broyés de chaleur, incapables, peut-être, d’abandonner la queue même s’ils en avaient eu l’intention. Je regardai la file sur toute sa longueur : elle s’étendait sur plus de soixante mètres, sa densité était partout la même, sauf à la hauteur d’un petit oranger couleur terre où une sorte de nœud s’était formé. Accablé par la chaleur, je m’arrêtai à un angle de la place, et regardai, troublé, les gens s’éventer avec des mouchoirs, des pages arrachées à des magazines ou des morceaux de cartons trempés de sueur. C’est à peine s’ils s’adressaient la parole. La lumière intense de ce ciel abattait le vent, aplatissait les ombres, figeait la ville. J’eus l’étrange impression qu’autour de cette cabine, bien seule en plein cœur de la place, se concentrait toute la vie non seulement de cette place mais de la ville tout entière. Cela s’imposa à moi comme une révélation au point que je me dirigeai, résigné, avec un peu d’appréhension, vers le bout de la file, bien décidé à attendre mon tour le temps qui serait nécessaire.

À un moment, dans cette chronologie dilatée, je m’aperçus que la file augmentait lentement et continûment sans pour autant se rapprocher de la cabine. J’entendis quelques mètres plus loin deux hommes parler d’autres cabines sur la rue Juarez qui avaient été attaquées par un groupe d’hommes cagoulés qui les avaient laissées totalement hors service. Il fallait voir ça, on ne pouvait même plus y afficher quoi que ce soit. Un autre avait descendu toute l’avenue principale, depuis la périphérie de la ville jusqu’à la place, et il assurait avoir vu huit autres cabines dans le même état. J’essayai d’engager la conversation avec le vieil homme qui était devant moi dans la file, dans l’espoir d’obtenir quelques informations sur ce qui semblait être une grave crise du réseau téléphonique local. À ma remarque le vieil homme se contenta de répondre en vociférant toute une série de reproches contre les jeunes d’aujourd’hui. Plusieurs groupes se formèrent à côté de la file et autour de la cabine. On y parlait à voix basse, on montrait du doigt, on acquiesçait comme un seul homme. J’eus l’envie de m’approcher afin d’obtenir des informations mais je préférai finalement ne pas bouger de peur de perdre ma place dans la file, même si j’étais dévoré de curiosité et impatient de mettre fin à ces douleurs lancinantes qui désormais se manifestaient des poignets à l’extrémité de mes doigts et de ma gorge à la pointe de ma langue. Ceux qui ne prenaient pas part à ces conversations, restaient, comme moi, plantés dans la file, à s’éventer avec résignation. Peu d’entre eux avaient remarqué les quelques vendeurs qui parcouraient la place en proposant eaux fraîches, limonades, sandwiches et ombrelles. C’est l’un de ces vendeurs qui, répondant à mes questions, me signala que cette cabine n’était pas une survivante mais la première d’une nouvelle génération d’appareils ultramodernes, plus efficaces et de meilleure qualité. Elle marche par satellite, dit-il d’une voix lente. Cela suffit à me convaincre que, quand bien même le vendeur m’aurait menti, je ne trouverais nulle part en ville un téléphone en état de marche. À l’intérieur une dame, cheveux blancs et tablier, était là depuis un bon quart d’heure à crier et à gesticuler dans tous les sens, tandis que dehors les gens soupiraient, ayant perdu tout espoir.

L’agitation commença quelques temps après. Je me sentais, quant à moi, incapable de bouger. Un pied posé sur la grille de protection de l’arbre, je massais mes mains endolories et pour me calmer, je pensais aux arcades jaunes face à la cathédrale, à mon énorme poisson grillé et à ma limonade fraîche. Au début, ce fut une sorte de murmure. Là, une tête sortant de la file, là-bas une expression de ras-le-bol. Un groupe d’hommes s’était formé et parlait bas, les regards étaient tournés vers la cabine tant désirée. Des lycéens en uniforme faisaient des rondes, l’air malicieux, autour des gens qui attendaient, et les suivaient attentivement du regard. L’un d’eux, la mine insolente, plus grand que les autres, s’avança vers la cabine en frappant des mains, proférant des paroles que je ne parvins pas à entendre. Je fis un pas de côté, sortis de la file et vis se former, au beau milieu d’un désordre croissant, une deuxième file qui partait de l’entrée de la cabine, initiative du lycéen. Une dispute s’ensuivit, les gens intervenaient et appelaient au calme. Le vieil homme qui était devant moi dans la file déblatéra des insultes contre cette jeunesse qui pourrissait tout. Une troisième file prit alors son départ à l’arrière de la cabine, tournant le dos à la porte d’entrée. Les premiers dans notre colonne se mirent à rire de pareille idiotie, tandis que d’autres, en retrait, fulminaient contre tant d’impertinence, et piaffaient d’impatience, allant et venant sur place comme des chiens attachés à un pieu. Des cris et des sifflets commencèrent à se faire entendre d’un peu partout sur la place. Je m’aperçus alors que l’effervescence avait pris des proportions menaçantes. À cet instant, la masse des gens, malgré la chaleur insupportable et visqueuse, se mit en branle d’un seul et même mouvement, et dans un murmure profond et sourd, passa à l’action. On commença par déloger la vieille dame qui monopolisait la cabine : elle fut hissée au-dessus de la foule et conduite à l’écart le long d’une chaîne de bras levés. Ce qui arriva par la suite n’est pas très clair dans mon esprit car alors je fus peu à peu gagné par l’idée que si je n’agissais pas de manière décidée, je perdrais peut-être ma dernière chance d’atteindre le téléphone. Un bruyant tumulte commença à se faire entendre. Le début de la première file constituée grouillait de gens défendant leur position contre d’innombrables envahisseurs. Ceux de la deuxième file, davantage organisée, arguaient de cet ordre pour défendre leur droit à accéder en premier au téléphone. L’air anxieux, ceux de la troisième file pestaient en mesurant la distance qui les séparait de la porte de la cabine. Des gens, en grand nombre, s’approchaient lentement, comme des prédateurs à l’affût, prêts à fondre sur leur proie à la moindre occasion. C’est alors que je quittai la file.

Tandis que les discussions s’échauffaient, menaçant le conflit de mal finir, je vis les membres de la troisième file, celle qui tournait le dos à l’entrée de la cabine, prendre d’assaut cette dernière. Deux ou trois hommes parmi eux se dévouèrent pour détacher la vitre qui tenait lieu de paroi arrière. Ceux qui montaient la garde à l’entrée leur tinrent tête tandis que la scène se perdait dans les éclats lumineux des vitres malmenées. À cet instant la foule se rua sur la cabine en verre qui parut alors aussi fragile qu’un flocon de neige, démunie au milieu du brutal affrontement, dont la violence en quelques secondes se propagea comme une onde à la place entière. C’est au cours de ce premier assaut que les douleurs lancinantes qui me tiraillaient à la base de la langue et dans les mains depuis plus d’une heure déjà atteignirent leur intensité maximale. Mes doigts se crispèrent, gonflés, prêts à craquer. La douleur et l’angoisse accumulées jusque-là s’évacuèrent dans une explosion euphorique me précipitant sur le front, vers la cabine qui s’élevait, vide, au beau milieu de ce champ de bataille.

À peine avais-je atteint le cœur de la mêlée que je remarquai la présence des forces de l’ordre. Sous leurs casques et derrière leurs boucliers métalliques ils se frayaient un chemin parmi la foule en distribuant çà et là des coups de matraque. Je me dressai sur la pointe des pieds pour jouir d’une meilleure perspective mais le soleil m’aveugla en me plantant ses dards dans les yeux. Dans cet aveuglement soudain, surgit devant moi l’insolent lycéen qui assénait des coups dans toutes les directions. Je le saisis au collet et le traînai sur plusieurs mètres jusqu’à me trouver en travers du chemin d’un des policiers qui me semblait d’un grade important. Quand il fut devant moi, je me mis à gifler énergiquement ma victime qui gesticulait dans tous les sens, essayant en vain de se libérer. L’officier passa près de moi sans me voir, occupé à vociférer des ordres à ses hommes, puis il se dirigea vers le centre du champ de bataille, la cabine téléphonique qui était sur le point d’être démembrée et à l’intérieur de laquelle deux personnes se tapaient dessus comme des sauvages. Les gardiens de l’ordre extirpèrent les deux chamailleurs et les conduisirent dans un fourgon de police. Quant à ceux qui restaient, ils se contentèrent de les disperser à coups de matraque en formant un cercle dont le centre était la cabine dépecée. Dans un ultime effort, je relevai ma victime qui était tombée à terre et s’y tortillait en criant, et la traînai jusqu’au cordon de police, dans l’espoir de saisir ma dernière chance. Mon espoir se matérialisa soudain. Un groupe de cinq ou six lycéens en uniforme, serrés les uns contre les autres, formant un puissant bolide, se précipitèrent contre le cordon de police et parvinrent à le rompre. Plusieurs éléments qui jusque-là s’étaient tenus en dehors du cercle protecteur vinrent prêter main forte à leurs collègues. Je profitai de la confusion pour me faufiler entre deux agents, poussant devant moi ma victime qui ayant compris mes intentions coopérait à présent, jusqu’à atteindre l’une des vitres latérales de la cabine et la briser en mille morceaux. Je pus voir, tandis que je tombais à l’intérieur de la cabine, formant un seul paquet avec le corps de ce garçon, l’expression d’étonnement, les cris de joie et de triomphe de la foule qui exultait autour de nous. Tandis que les agents nous extirpaient de la cabine en ruines, le garçon me sourit avec son visage rouge et enflé, presque reconnaissant.

Ils nous jetèrent dans deux fourgons différents, les mains dans le dos, menottées. Avant de partir, je vis pour la dernière fois ce visage juvénile extasié. Mes douleurs dans les mains et sur la langue, dans les oreilles n’avaient pas disparu mais elles me semblaient à présent lointaines, tandis que je me demandais, le sourire aux lèvres, si le restaurant aux arcades jaunes était bien près du commissariat, où je devrais, avant toute chose, exiger d’obtenir l’avocat et l’appel téléphonique auxquels la loi me donne droit.

Par Gersende Camenen