El Matadero

Pasó lo inesperado, lo imposible de pasar. La trajinada rutina de muerte y conteo, vale decir las faenas del matadero de Navarro, parecían destinadas a nunca interrumpirse. Algo se alteró, sin embargo, cuando promediaba octubre, y no en la densidad de la lluvia, ya que no abundó más que otras veces, sino en el temperamento de la tierra, que por alguna razón se tornó más arcillosa, y en consecuencia los caminos se anegaron. No hubo tractor y no hubo arena que fuesen capaces de revertir las obstrucciones del agua acumulada. Ningún camión podía transitar esos caminos, y menos si trasportaba peso. Se arriesgaría a estancarse o a ladearse, a hundirse o a resbalar. Hubo que interrumpir las actividades.

Existe cierta sabiduría, especialmente en áreas rurales, que recomienda la espera como un don o una virtud. Pero habiendo pérdida de dinero de por medio, se estila desestimar semejante sabiduría (también en el campo, o sobre todo en el campo). Si el matadero de Navarro quedaba descartado por el momento, era imprescindible recurrir a otro cuanto antes. El que estaba más próximo, o en todo caso el que estaba más próximo y se declaró disponible, quedaba en las afueras de Vedia, a más de doscientos kilómetros. Incluso contemplando el aumento en el costo de transporte, convenía esa variante.

La mayor distancia a recorrer impuso, eso sí, que se descartara el empleo de los camiones habituales. Fue por eso que, a media tarde, alguien pasó por la zona de los tinglados y le pidió a un chico del lugar que lo ubicara pronto a Heredia. Heredia contaba con unos de esos camiones de gran porte y frente plano, con el que habitualmente transportaba espesas maquinarias dispuestas en un acoplado doble. Esto otro se presentaba más simple (el que lo buscó le habló de “changa”) y no le llevaría más que una jornada. Fue por eso, y porque la paga era doble, que Heredia aceptó.

Tardaron más de la cuenta, sin embargo, en desanudar un acoplado y adosar otro a la cabina anaranjada, y en hacer que los animales se apretaran y se acomodaran arriba. El viaje a Vedia, que debía comenzar junto con la noche, se postergó hasta después de las doce. Heredia procuró que ese incordio sirviera para mejorar su paga, pero no obtuvo más que una promesa difusa cuyo incumplimiento adivinó. Salió más tarde de lo pensado y llegaría más tarde de lo pensado : no en plena noche, anticipándose al amanecer, sino con el día ya empezado. Intentó fastidiarse por este cambio de planes, pero no lo consiguió. De todas maneras, cuando todo estuvo listo, puso en marcha el camión y se fue sin saludar.

A poco de empezar el viaje, sintió el principio del sueño. Sólo en la primera parte del sopor y la tibieza le sirvió de algo sacar la mano izquierda por la ventanilla y dejarla expuesta al roce de la intemperie. Después ya no. Y después llegó a otro punto, más intenso y más inquietante : no que le fuese imposible permanecer despierto, sino que dejarse vencer y dormirse ya no le importara en absoluto. Fue entonces que decidió parar.

A mano derecha se presentó una estación de servicio extremadamente precaria, de la que tanto podía pensarse que estaba en funcionamiento como que estaba abandonada. Pero Heredia ya había pisado por dos veces, y acaso tres, la línea interrumpida que en la ruta dividía manos contrarias, y eso determinó que le pareciese adecuado el claro que había entre la arboleda y la magra construcción de luces mustias y chapa irregular. Se salió del camino y estacionó el camión.

A pesar de la mucha lluvia que había habido en el último tiempo, el cielo lucía opaco y se notaba que en cualquier momento podía llegar a caer agua otra vez. Heredia tenía, en la parte de atrás de la cabina, una especie de cucheta que no le merecía objeciones y que, en caso de suma fatiga, hasta podía parecerle confortable. Se acomodó ahí, sumido en dos cobijas, con la convicción de que el sueño lo ganaría pronto. Alcanzó a pensar que las cortinas azules dispuestas sobre las ventanas velaban aceptablemente las pocas luces que había afuera. Pensó que se dormía, que ya se dormía. Pero algo pasaba, y no se durmió.

Era el rumor, era un rumor, lo que empezó a perturbarlo. Hasta no acurrucarse y cerrar los ojos no lo había notado. Ahora, en el silencio, en la quietud, no podía dejar de sentirlo. Era un rumor, un movimiento contenido, era una presencia. Se asomó a ver si algún otro camión llegaba o si ya estaba detenido a corta distancia, pero no había nada. Se fijó en la estación de servicio si acaso alguien había aparecido y la encontró tan desolada como antes, al llegar. Se preguntó si alguien estaría merodeando tal vez el camión con la idea de robarlo, como a veces pasaba cuando la carga era onerosa, pero a poco de reflexionar estableció que lo que distinguía no eran pasos, ni acecho, ni sigilo. El rumor existía en el propio camión, y no fuera de él.

Acostumbrado a llevar tan sólo amasijos de hierro y acero, Heredia entendió que lo que ahora percibía era la presencia de los animales. Ahora que el camión estaba frenado, ahora que él se inclinaba y procuraba perderse en su improvisada oscuridad, la vida de los animales ahí atrás se hacía evidente. Unos contra otros, acumulados, amasijo ellos también, pero no de materia inerte, se hacían sentir. El mismo peso apretado de siempre, sólo que esta vez con vida.

Heredia supuso que, una vez encontrada la explicación, podría por fin dormirse. Pero pasó al revés, justo al revés : fue la explicación lo que terminó de desvelarlo. En vez del cansancio, el ardor en los ojos, la espesura de las piernas, el sopor, en vez de la tibieza del abrigo bien dispuesto, en vez de la noche desabrida afuera, sentía a los animales : solamente a los animales. Los animales despiertos, que lo dejaban despierto.

No podía dormir, pero tampoco podía manejar. Sólo podía quedarse ahí, inmóvil, vuelto un sensor que detectaba toda la vida que estaba apiñada ahí atrás. No podía dormirse y no iba a poder dormirse, estaba condenado a la desprotección de la vigilia. Añoró sus otros viajes, esos en que le tocaba llevar automóviles, o piezas de tractor, o vigas de acero, o rieles. Quiso distraerse con la radio y no pudo. Quiso zafarse del murmullo y de la leve vibración, y no pudo. Determinó engañarse con la ilusión de que no tenía sueño sino hambre, y que era el hambre lo que no lo dejaba dormir. Entonces se bajó del camión y se acercó hasta la estación de servicio que había tomado como referencia.

Ahí encontró un viejo y dos perros, y nada para comer o tomar. Pero el viejo supo decirle de un lugar que quedaba a poco más de quinientos metros. Heredia se asomó y vio ese resplandor, que antes había omitido, un poco más allá. Extrañamente decidió arrimarse a pie y no con el camión. Dejó el camión donde estaba y caminó, algo gozoso, por el costado de la ruta. No le importaba que pudiera ponerse a llover.

Dos autos pasaron, y un micro. Cuando faltaban cien metros para llegar al lugar que prometía comida, una mujer sin signos de cansancio lo convidó. Heredia no dejó de enfilar hacia la otra luz, donde otros camiones reposaban. Una vez en el lugar se procuró un vaso de vino y un poco de carne puesta al descuido entre dos panes blandos. Imaginó que estaba contento, o por lo menos aliviado, pero lo cierto es que, al hacer el intento de afrontar la escasa cena, descubrió que no estaba en condiciones de tragar. De repente se alarmó, y no por temor a un robo, pensando que había abandonado a los animales solos.

Entonces apuró un trago y desechó la comida, salió pronto a la noche y encaró el regreso adonde estaba estacionado su camión. Primero caminó con prisa, después trotó, después corrió. Salvó otra vez los más de quinientos metros hasta el camión como quien llega a su casa al cabo de un viaje tan largo como peligroso ; como si el camión fuese la conjura de los viajes y no una de sus herramientas habituales. Heredia se guareció en la cabina y después en la cama precaria de la parte posterior. Era su refugio. Los animales seguían ahí. Los sintió otra vez temblar y emitir quejas calladas. No decían algo, no decían nada ; solamente estaban ahí. La masa de bestias, la masa de vida : su cargamento.

En eso hubo un par de leves golpes, dados con una llave o con el borde de una moneda, contra el vidrio de la puerta del camión. Heredia quiso saber y entrevió por una ranura de las cortinas azules. La mujer de la ruta lo había seguido. Por veinte pesos, eso le hacía entender por señas, se ofrecía a subir con él al camión. Heredia la desechó primero y la admitió después. No se había fijado en ella al cruzarla en el costado del camino, tampoco al asomarse desde la cabina, ni tampoco al permitirle que subiera. No le importaba. Tardó pocos minutos en comprobar su falta de entusiasmo (la reconoció al instante : era igual a la falta de sueño y a la falta de apetito que había sentido antes).

El cuerpo de la mujer no le resultaba insuficiente ; más bien lo contrario : lo incordiaba en demasía. Ella mientras tanto, muy ajena o muy pendiente, no dejaba de chillar y de reír. Entonces Heredia le pidió que se callara y que sintiera a los animales. Los animales que estaban ahí atrás, apenas ahí atrás. Ella no pareció entender, algo dijo, puede que un chiste, se volvió a reír, se echó sobre Heredia. Él insistió con el silencio y la quietud, insistió con los animales, pero la mujer no comprendía. Sin desazón y sin enojo, apenas resignado, Heredia decidió que se fuera. La echó sin por eso ofenderla ; a ella nada le importó, toda vez que apretaba en un puño los dos billetes de diez pesos.

Heredia se quedó de vuelta solo. Solo no : con los animales (de haberse sentido solo, se habría dormido). Se abocó otra vez al rumor nocturno, al camión que, completamente frenado, no quedaba sin embargo del todo inmóvil. Imaginó el aspecto oscuro de las reses, concibió su entrevero impensado, calculó el estado de las patas afirmadas en el piso, conjeturó un olor. Terminada esta parte puramente especulativa, Heredia volvió a incorporarse, a escapar de la cama y a saltar del camión al suelo. Sólo que esta vez no encaró hacia la estación de servicio, ni tampoco hacia el otro conglomerado de luces, ni mucho menos fue, como acaso lo habría hecho otro, detrás de la mujer a la que acababa de despedir. Heredia bajó, dio una vuelta y avanzó hacia la parte trasera del camión. No le importó la bosta derramada : afirmó un pie y una mano, y después la otra mano, y después el otro pie, y se trepó al acoplado. Desde allí pudo ver muy bien a los animales reunidos. Los vio de cerca, los vio en detalle. Vio el temblor ocasional de una oreja suelta, vio las esferas excesivas de los ojos bien abiertos, vio la espuma de las bocas, vio los lomos. Vio cueros lisos y manchados, vio la espera absoluta. No vio lo que imaginaba : un montón de animales con vida, sino otra cosa que en parte se parecía y en parte no : vio un puñado de animales a los que iban a matar muy pronto. Esa inminencia es lo que vio, y lo que antes presentía : la pronta picana que obligaría al movimiento, el mazazo en pleno cráneo, la precisión de una cuchilla, las labores del desuello. Estiró una mano y palpó una parte de un cuerpo fornido, como si con eso pudiese certificar la ignorancia y la inocencia de todo su cargamento. Ahí el futuro no existía.

Regresó a la cabina y a la cama presunta. Ya no quiso dormir. Se apretó los oídos con las manos y los dientes con los dientes. Apoyó los dos pies contra el borde de chapa y pateó. Puede que una vez, una sola vez, haya gritado. Giró y se puso boca abajo, usó lo que tenía de almohada para taparse la cabeza. Se acordó de la última vez que había llorado en su vida, años atrás.
De repente notó que el azul de una cortina había virado al celeste. Estaba empezando a amanecer. Recibió la noticia de la salida del sol con el alivio del que llegó a suponer que ese hecho podría no producirse. Impulsado por la claridad del cielo, que no tardó en aumentar, pasó a la parte delantera de la cabina, se acomodó en el asiento y afirmó las dos manos en el volante. Como pasa siempre, o casi siempre, en estos casos, el aspecto de la estación de servicio era completamente otro.

Heredia puso en marcha el motor y se asomó a la ruta. Al ver que nadie se acercaba, arrancó. Fue grato sentir, bajo el giro de las ruedas, el paso de la tierra al asfalto del camino. Saludó con la bocina al viejo de la noche anterior. Tomó cierta velocidad en la lisura de la ruta. El día estaba despejado. En tres horas más o menos, cuatro a lo sumo, estaría llegando al matadero.

Traduit par Martín Kohan

L’inattendu, l’impossible se produisit. L’intense routine de mort et de comptabilité, en d’autres mots les activités des abattoirs de Navarro, semblaient destinées à ne jamais s’interrompre. Quelque choses s’altéra, cependant, à la mi-octobre, pas tant dans le régime de la pluie — il ne plut pas davantage qu’à l’accoutumée — que dans le tempérament de la terre qui, pour une raison inconnue, devint plus argileuse, rendant les chemins impraticables. Il n’y eut ni tracteur, ni sable capable de venir à bout des barrages formés par l’accumulation des eaux. Aucun camion ne pouvait emprunter ces chemins, et moins encore s’il était chargé. Il se serait risqué à rester bloqué ou à chasser, à s’embourber ou à patiner. Il fallut interrompre les activités.

Il est une certaine sagesse populaire, en particulier dans les zones rurales, qui fait de la patience un don ou une vertu. Mais lorsque de l’argent est en jeu, on a coutume d’ignorer cette sagesse (à la campagne aussi, ou surtout à la campagne). S’il fallait renoncer aux abattoirs de Navarro pour le moment, il était toutefois indispensable d’en trouver un autre au plus vite. Le plus proche, ou en tout cas celui qui était le plus proche et qui se déclara ouvert, se trouvait aux abords de Vedia, à plus de deux cents kilomètres. Même en tenant compte de l’augmentation du coût du transport, cette solution était la meilleure.

La distance à parcourir, plus importante, obligea cependant à renoncer aux camions employés habituellement. C’est pour cela que, dans l’après-midi, quelqu’un se rendit dans la zone des hangars et demanda à un gamin du coin où se trouvait Heredia. Heredia conduisait l’un de ces camions poids lourd avec lequel il transportait habituellement de grosses machines disposées sur une double remorque. Cette affaire-là avait l’air plus simple (celui qui était venu le chercher lui avait parlé d’un petit boulot) et ne l’occuperait pas plus d’une journée. C’est pour cette raison, et parce que le salaire était payé double, qu’Heredia accepta.

Il leur fallut plus de temps que prévu, cependant, pour détacher une remorque et en adosser une autre à la cabine orange, et pour obliger les animaux à se tasser et à s’installer en haut. Le voyage à Vedia, dont le départ était prévu à la tombée de la nuit, fut reporté à minuit. Heredia tenta de profiter de ce désagrément pour faire améliorer sa paie mais il n’obtint qu’une vague promesse dont il devina qu’elle ne serait pas honorée. Il partit plus tard que convenu et il arriverait plus tard que convenu : non pas en pleine nuit, avant l’aube, mais avec la journée déjà bien commencée. Il voulut se mettre en colère contre ce changement de programme mais il n’y parvint pas. Finalement, quand tout fut enfin prêt, il mit en marche son camion et partit sans dire au revoir.

Peu de temps après être parti, il sentit le sommeil arriver. Sortir sa main gauche par la vitre ouverte et la laisser au contact de l’air frais ne lui servit que dans les premiers instants de torpeur tiède. Après, plus du tout. Puis il atteignit un autre stade, à la fois plus intense et plus inquiétant : non plus celui où il lui était impossible de rester éveillé, mais celui où s’avouer vaincu et s’endormir lui était devenu complètement égal. C’est à ce moment qu’il décida de s’arrêter.

Sur sa droite, il vit une station-service très délabrée, dont on pouvait tout aussi bien penser qu’elle était ouverte ou qu’elle était abandonnée. Mais Heredia avait déjà franchi deux fois, si ce n’était trois, la ligne en pointillés qui séparait les deux voies en sens contraire et cela fit qu’il jugea adéquat l’espace laissé entre les arbres et la maigre construction en tôle ondulée et aux lumières blafardes. Il quitta la route et gara son camion.

Malgré les pluies abondantes de ces derniers temps, le ciel était opaque et on devinait qu’à tout moment il pouvait se remettre à pleuvoir. Heredia avait, dans la partie arrière de sa cabine, une petite couchette à laquelle il ne pouvait rien reprocher et qui, en cas de grande fatigue, pouvait même lui paraître confortable. Il s’y installa, emmitouflé dans deux couvertures, convaincu que le sommeil ne tarderait pas à le gagner. Il alla même jusqu’à penser que les rideaux bleus disposés sur les vitres occultaient raisonnablement les quelques lumières qu’il y avait au dehors. Il crut s’endormir, puis dormir enfin. Mais il se passait quelque chose, et il ne s’endormit pas.

C’est la rumeur, une rumeur qui commença à le déranger. Il n’avait rien remarqué avant de se blottir et de fermer les yeux. À présent, dans le silence, dans la quiétude, il ne sentait que cela. C’était une rumeur, un mouvement contenu, une présence. Il sortit la tête pour voir si un autre camion arrivait ou s’il s’était déjà arrêté, non loin de là, mais il n’y avait rien. Il regarda la station-service au cas où quelqu’un serait apparu mais il la trouva tout aussi désolée qu’avant, à son arrivée. Il se demanda si quelqu’un ne rôdait pas autour du camion dans l’idée de le dévaliser, comme il arrive parfois avec les chargements de valeur, mais après réflexion, il décida que ce qu’il entendait n’était ni des pas, ni quelqu’un qui guettait ni quelqu’un qui se cachait. La rumeur venait du camion lui-même, et pas d’ailleurs.

Habitué à ne transporter que des amas de fer et d’acier, Heredia comprit que ce qu’il percevait à présent était la présence des animaux. À présent que le camion était garé, à présent qu’il se penchait et tentait de se perdre dans son obscurité improvisée, la vie des animaux, là derrière, s’imposait avec évidence. Les uns contre les autres, collés, formant eux aussi un amas, mais pas de matière inerte, ils se faisaient sentir. Le même poids serré de toujours, mais, cette fois, animé de vie.

Heredia supposa qu’une fois l’explication trouvée, il pourrait enfin s’endormir. Mais ce fut l’inverse qui se produisit, exactement l’inverse : l’explication acheva de le réveiller. Au lieu de la fatigue, des yeux brûlants, des jambes lourdes, de la torpeur, au lieu de la chaleur du manteau bien étalé, au lieu de la nuit fade au dehors, il sentait les animaux : seulement les animaux. Les animaux éveillés qui le tenaient en veille.

Il ne pouvait pas dormir, mais il ne pouvait pas non plus conduire. Il pouvait seulement rester là, immobile, transformé en un capteur qui détectait toute la vie qui s’était entassée là derrière. Il ne pouvait pas s’endormir et il n’allait pas pouvoir s’endormir, il était condamné à l’état de vulnérabilité de celui qui veille. Il regretta ses autres voyages, ceux au cours desquels il transportait des voitures, des pièces pour tracteur, des poutres en acier ou des rails. Il voulut se distraire en écoutant la radio mais il n’y parvint pas. Il voulut échapper au murmure et à la légère vibration, mais il n’y parvint pas. Il décida de se berner en voulant croire qu’il n’avait pas sommeil mais faim et que c’était la faim qui l’empêchait de dormir. Il descendit alors de son camion et s’approcha de la station-service qu’il avait prise comme point de repère.

Là il trouva un vieil homme et deux chiens mais rien à manger ni à boire. Cependant le vieil homme lui indiqua un endroit à un peu plus de cinq cents mètres. Heredia regarda dans la direction indiquée et vit cette lueur qu’il avait auparavant ignorée, un peu plus loin. Étrangement il décida de s’en approcher à pied, sans le camion. Il le laissa là où il l’avait garé et il se mit en marche, avec un certain plaisir, sur le bas-côté de la route. Il lui était égal qu’il puisse se mettre à pleuvoir.

Deux voitures passèrent, et un autocar. Il lui restait cent mètres à parcourir avant d’arriver à l’endroit qui promettait à manger quand une femme sans signe apparent de fatigue l’invita. Heredia continua d’avancer vers l’autre lumière, là où d’autres camions étaient au repos. Un fois arrivé, il se fit servir un verre de vin et un peu de viande placée à la va-vite entre deux tranches de pain ramollies. Il s’imagina qu’il était content, ou tout du moins soulagé, mais en réalité, lorsqu’il essaya d’affronter son maigre repas, il découvrit qu’il n’était pas à même d’avaler quoi que ce fut. Soudain il s’alarma, non pas qu’il redoutait un vol mais à l’idée qu’il avait laissé les animaux seuls.

Il finit alors son verre, laissa ce qui restait à manger, sortit rapidement dans la nuit et se mit sur le chemin du retour. Il marcha d’abord d’un pas pressé puis il accéléra puis enfin il se mit à courir. Il parcourut à nouveau les quelque cinq cents mètres qui le séparaient de son camion comme celui qui arrive chez lui au terme d’un long voyage aussi long que périlleux, comme si le camion était l’amulette des voyageurs et non leur moyen de transport habituel. Heredia se réfugia dans la cabine puis dans le lit de fortune de la partie arrière. C’était son havre. Les animaux étaient toujours là. Il les sentit à nouveau trembler et émettre des plaintes étouffées. Ils ne disaient rien ; ils étaient là, tout simplement. La masse des bêtes, la masse vivante : son chargement.

À ce moment, il y eut quelques coups légers, donnés avec une clef ou avec le bord d’une pièce de monnaie, contre la vitre de la porte du camion. Heredia voulut savoir et regarda à travers une fente des rideaux bleus. La femme de la route l’avait suivi. Pour vingt pesos, lui faisait-elle comprendre par des signes, elle lui proposait de monter avec lui dans son camion. Heredia refusa d’abord puis il la fit monter. Il n’avait pas fait attention à elle lorsqu’il l’avait croisée sur le côté du camion, ni quand il avait sorti la tête hors de la cabine, ni quand il lui permit de monter. Cela lui était égal. Il ne mit pas longtemps à remarquer son manque d’enthousiasme (il le reconnut à l’instant : c’était comme le manque de sommeil et le manque d’appétit qu’il avait ressentis auparavant).

Le corps de la femme ne lui semblait pas insuffisant, c’était plutôt le contraire : il l’importunait à l’excès. Quant à elle, tout à tour très lointaine ou très attentionnée, elle n’arrêtait pas de crier et de rire. Heredia lui demanda alors de se taire et de sentir la présence des animaux. Les animaux qui étaient là derrière, là tout près, derrière. Elle ne sembla pas comprendre, dit quelque chose, une plaisanterie peut-être, se remit à rire, se jeta sur Heredia. Lui insista sur le silence et le calme, il insista sur les animaux mais la femme ne comprenait pas. Sans agacement ni colère, à peine résigné, Heredia lui demanda de partir. Il s’en débarrassa mais sans pour autant l’offenser ; elle, elle ne se froissa pas le moins du monde, du moment qu’elle serrait ses deux billets de dix pesos dans son poing.

Heredia se trouva à nouveau seul. Pas seul, non : avec les animaux (s’il s’était senti seul, il se serait endormi). Il s’abandonna encore une fois à la rumeur nocturne, au camion qui, à l’arrêt complet, n’était toutefois pas complètement immobile. Il imagina l’aspect sombre des bêtes, se figura leur enchevêtrement spontané, évalua l’état des pattes posées fermement sur le plancher, supposa une odeur. Une fois cette pose purement spéculative achevée, Heredia se redressa, sortit de son lit et sauta du camion à terre. Seulement, cette fois il ne se dirigea pas vers la station-service ni vers l’autre conglomérat de lumières, et moins encore, comme l’aurait peut-être fait un autre, il ne suivit la femme qu’il venait de congédier. Heredia descendit, se retourna et avança vers l’arrière du camion. Il ne fit pas attention à la bouse étalée là : il posa fermement un pied et une main puis l’autre main et enfin l’autre pied et il grimpa dans la remorque. De là il put voir parfaitement les animaux réunis. Il les vit de près, il les vit en détail. Il vit le tremblement occasionnel d’une seule oreille, il vit les sphères démesurées des yeux grands ouverts, il vit l’écume des gueules, il vit les échines. Il vit des cuirs lisses et tachés, il vit l’attente absolue. Il ne vit pas ce qu’il avait imaginé : un tas d’animaux en vie, mais autre chose qui y ressemblait en partie seulement : il vit une poignée d’animaux qu’on allait bientôt abattre. C’est cette imminence qu’il vit et qu’il avait pressentie auparavant : la brève stimulation de l’aiguillon qui obligerait à bouger, le coup de massue au beau milieu du crâne, la précision d’un couteau, le travail de dépeçage. Il tendit une main et palpa une partie d’un corps robuste, comme s’il pouvait, de cette manière, s’assurer de l’ignorance et de l’innocence de tout son chargement. Là le futur n’existait pas.

Il regagna sa cabine et son lit improvisé. Il n’avait plus envie de dormir. Il serra ses mains contre ses oreilles et ses dents contre ses dents. Il appuya ses deux pieds contre le bord en tôle et donna des coups de pied. Il se peut qu’une fois, une seule fois, il ait crié. Il se retourna et s’allongea sur le ventre, il utilisa ce qui lui servait d’oreiller pour couvrir sa tête. Il se rappela la dernière fois qu’il avait pleuré, il y avait de cela des années.
Soudain, il remarqua que le bleu foncé d’un rideau était devenu bleu ciel. Le jour commençait à se lever. Il reçut la nouvelle du lever du jour avec le soulagement de celui qui en est arrivé à penser que cela ne pourrait pas se produire. Encouragé par la clarté du ciel qui ne tarda pas à s’intensifier, il passa dans la partie avant de la cabine, s’installa sur le siège et planta ses deux mains sur le volant. Comme toujours, ou presque toujours dans ces cas-là, l’aspect de la station-service avait changé du tout au tout.

Heredia mit en marche le moteur et s’engagea sur la route. Voyant que personne ne s’approchait, il démarra. Ce fut agréable de sentir, sous le mouvement des roues, le passage de la terre battue à l’asphalte de la route. Il salua d’un coup de klaxon le vieil homme de la veille. Il gagna de la vitesse sur la route lisse. Le temps était dégagé. Dans trois heures environ, quatre tout au plus, il arriverait aux abattoirs.

Par Gersende Camenen