Música incidental

A Jennifer y Leika

A Arly por contarme

un lado de la historia

I

Así la conoció. Una noche vio un local de San Bernardino -apuestas hípicas, loterías, billar-, iba camino a su casa y no quiso acostarse sin haber hecho un esfuerzo más. La historia sería la siguiente : uno de los cauchos había recibido la puñalada de un clavo y se desinfló. Se bajó del carro y acarició con violencia la cara interna del caucho del copiloto hasta embarrarse, al principio tuvo reparos, pero también acercó su camisa. Se miró, se vio sucio, merecía solidaridad, compasión. Entró, habló con el encargado. La vio. Jeans desteñidos forrando unas piernas torneadas y unas nalgas que parecían dos inmensos gajos de mandarina, un top sin sostén debajo que resaltaba unos senos que lo obsesionaron. No es el tipo de mujer que buscan los públicos de hoy, le dijo su personalidad de experto en modelos, muy rellena. Fue al baño, se lavó con el jabón disponible -detergente en polvo para ropa- y salió aún con las manos mojadas y la vio escribir en una libreta pequeña, de espiral metálico en la parte superior, escuchó para entender : eran las apuestas de la siguiente carrera del hipódromo de Valencia. Decidió sentarse y pedir una cerveza. Golpeaba con los dedos de su mano derecha la mesa de formica, comenzó a sudar y se sintió un ludópata esperando que su caballo le resarciera de todas sus pérdidas. La llamó para tratar de colocar una apuesta. Y ella quiso explicarle todos los procedimientos de un juego que él no conocía y quiso sugerirle que ella estaba a un par de horas de salir e inclinándose y mostrando su escote le hizo saber que estaría disponible para donde él quisiera llevarla. Y él pensó que si del refugio entre las piernas de una mujer se podía concebir un niño, con más razón podía surgir también una nueva historia. ¡Cómo no lo había considerado !

II

¿Primero ? Primero fue la marca bajo el seno, la evidencia de la incisión que hizo el cirujano plástico para incorporarle la prótesis que le daba un par de tallas más de sostén. La descubrió la noche de su encuentro lamiendo el seno derecho, tratando de establecer sus linderos, había sentido algo tirante en la piel del escote la primera vez que lo acarició, recién salidos del Saturday night, lo cual le hizo sospechar del implante pero a él nunca le había importado con ninguna otra mujer e, incluso, antes de llegar esa noche al hotel, paseando sus manos sobre la ropa de ella, le pareció un todo real, tenso de deseo. Lamía, entonces, su seno, lo recorría y cuando quiso bajar, tal vez a buscar su sexo, o sólo su vientre, la lengua encontró en el pliegue entre el tórax y el seno una protuberancia, una textura, un reto a las papilas diferente : fue un descubrimiento, sinceramente, la madera lisa del resto de su seno había terminado por aburrirle, así que se concentró en esa nueva sensación.
Sus ojos, que estaban cerrados, se abrieron para ver la causa de esta diferencia y allí tuvo el tejido reconstituido pero diferente y siguió lamiendo insistiendo allí. Nunca se había operado, así que en su propio cuerpo no conocía de cicatrices. No comentó sobre su predilección, pero ella debió notar la forma como se consagraba a esa zona y el deseo aumentaba y terminaron haciendo el amor pero en su cabeza estaba, sobre todo, la cicatriz.

III

Siguieron saliendo. Miércoles, jueves, viernes, sábado y domingo había carreras, él iba a buscarla al Saturday night cada noche, después de las doce, incluso alguno de los días terminaba por tenerlo libre y los encuentros nocturnos se mudaron de los hoteles de tráfico rápido al apartamento que cuidaba a su hermana. Ella le contaba que vivía con su madre, lo que quería ser y hacer y le hablaba de su hijo, el padre, hijo de puta, estaría pudriéndose en una cárcel, todavía repitiendo que robaba para darle de comer a ellos aunque nunca vieron un centavo. Él no se asustó, de hecho pidió conocer al niño. Algo faltaba en su vida y la idea del niño pareció darle nuevas perspectivas.

Pero el motor de todo era ese cuerpo. Sus encuentros. Comenzó a llevar consigo la hojilla y a simular los accidentes. Una pequeña incisión sobre el pezón izquierdo, un error, una confusión, cómo pudo haber pasado. Mientras esa herida sanaba y producía su propia cicatriz, él seguía lamiendo bajo los senos, pero se excitaba ante la anticipación de ese nuevo punto de territorio. Y vamos a comer helados con tu hijo, es todo un hombre de la casa, ¿le caigo bien ?, no lo había notado, sí, nos vi en un espejo y parecemos padre e hijo. Y a las dos semanas sobre el seno ya era una cicatriz madura y lamió y la lamió, tres puntos sobre su cuerpo para estar concentrado. Pero pronto sintió necesidad de otra herida. La quiso cerca del ombligo. Y la hizo. Por la tarde fingía ser padre, orgulloso. Lunes, miércoles y viernes béisbol de dos a cinco, el resto de los días alguna caminata, algún paseo, algún museo, todavía no se le ocurrían historias pero sentía que el método de personificación funcionaba, tenía fe, esperaba las historias que no veía y se hacía encajar hasta formar el cuadro de una familia, cómo no nos habíamos encontrado antes, incluso algún te amo se habría colado. Las cicatrices. Otro accidente, risas, la mala suerte, una hojilla, quién podría pensarlo, por eso advierten, tienen razón, no son juguete, maneje con cuidado, manténgalo fuera del alcance de los niños. Tres, cuatro, diez, quince heridas, así sí podía hacerse un cuerpo, podía concebir una amante, siempre había heridas nuevas, en su paso a convertirse en cicatrices y ya el cuerpo podía ser el cuerpo amado, una cartografía de lugares que rompieran con la monotonía de la piel corriente, ya ni siquiera daba excusas por la hojilla, todo sucedía y era parte de su vínculo. Y por la mañana, mientras imaginaba que su hijo salía al colegio preparado por su suegra y que su esposa dormía el cansancio de la noche anterior y conservaba las heridas que serían el placer de la noche siguiente, compraba cinco o seis periódicos y los leía buscando historias. Pensó que la mejor manera de detonar las historias era con las palabras de buena crónica, un artículo de opinión, la página de sociales, los obituarios o las páginas rojas. La mujer, el niño, el bloqueo. Y las cicatrices.

IV

La esperó una noche de viernes fuera del Saturday night. Doce-Una-Dos-Tres. No la vio salir. No quiso llamar. Pensó ampliar su registro haciendo de marido ofendido y defraudado. No pudo saber que se había desmayado. Que cuando llegó al hospital la desnudaron. Que al llegar la madre no pudo sino llorar ante todas las cicatrices de ese cuerpo que le exhibía el residente de la emergencia, ese cuerpo que ella recordaba niña cuando la bañaba, adolescente cuando la acompañó a sus primeras visitas al ginecólogo, los días previos y el propio día de la boda cuando la ayudaba a colocarse todo el andamiaje del vestido. Tomaba su mano mientras se recuperaba y, airadamente, juraba venganza, en silencio, mientras veía que el policía encargado de hacer el expediente que comenzaría la investigación había encontrado entretenimiento en las piernas de la enfermera y ya estaba sobre ella, con la mano muerta sobre la cintura, en caída controlada hacia las nalgas y hasta allí llegaría el procedimiento, al menos el relacionado con las heridas de su hija. ¿Quién lo hizo ?, ya, mamá, está bien, ¿Cómo va a estar bien ?, mamá, por favor, estamos en un hospital, no grites, igual, la vida es así.

V

El domingo siguiente, aún -y muy concentrado- en su papel de cónyuge defraudado, se levantó y compró los periódicos. Cuando abrió Últimas noticias fue directo a las páginas intermedias, las dedicadas a las regiones y las de sucesos, siempre estaban los grandes titulares pero también había notas pequeñas, mínimas, escuetas, la definición de un relleno para cumplir con el espacio de la página. Allí leyó el título : “Torturada por su amante” y el subtítulo, “Porque te quiero te estropio”. Hablaban de cómo una mujer joven que se había desmayado en su centro de trabajo, una popular casa de apuestas del norte de la ciudad, ingresó por esta razón al Hospital Universitario de Caracas, pero al despojarla de sus ropas para examinarla encontraron decenas de heridas de arma blanca, probablemente una navaja. Se decía que la mujer tenía un hijo y vivía con él y con su madre. Se decía que la policía investigaría. Ni el nombre de Mariana se decía. Pero era ella. Era ella y ahora todo había terminado. No sintió temor por esa mala casualidad : aunque soñó con oscuridades de calabozos, con violaciones y linchamientos, incluso su muerte, vio otra vez el tamaño de la nota : las conocía, era de los casos que a nadie interesaría. El único policía disponible hablaba de escenarios : extraño accidente, violencia doméstica. Creía que se trataba de un asunto sexual. ¿Por qué no seguiría pensando ? Un rito satánico, una forma evolucionada del tatuaje tradicional, intentos de suicidio vacilantes, en estos días se ven tantas cosas. De cualquier manera había terminado. No vería más a Mariana, no vería más a Adrián.

VI

El niño está de pie, callado, en la puerta del salón de profesores, con los ojos dolorosamente abiertos como si, cual caricatura, un mondadientes u otro tipo de varilla mantuviera los párpados levantados. Chorrea agua por sus manos, las puntas de los dedos, extendidas, parecen pequeño grifos. El olor ha comenzado a llenar la habitación. La maestra lo observa. La franela blanca tiene manchas marrones. La maestra lo ve, en el pedagógico no le han enseñado cómo se responde a esto, igual no se ha graduado pero no cree que le falte justo el curso que lo enseña. Le dice que buscará los teléfonos de sus padres. El niño es una estatua.

Revisa el bolso, los cuadernos, ni un teléfono, ni un nombre. No quiere bajar a la dirección : el archivo de una escuela pública es un cementerio inexpugnable de papeles, los expedientes seguramente fueron quemados en los últimos disturbios o botados como basura por la bedel nueva que contrataron por ser compañera de partido. Solo una ficha del equipo de béisbol. Un teléfono celular. Tiene poco saldo pero igual intenta la llamada.

— Sr. Rivas. Necesitamos que venga al colegio, hubo un pequeño accidente con Adrián.

— Perdone, pero es el único teléfono que encontramos.

— Si no fuera importante no lo hubiéramos molestado, además, la madre...

— No, nada grave, pero, por favor, traiga una muda de ropa.

Por supuesto que ella no podría responder a las nueve de la mañana. A esa hora las ojeras, la noche anterior, simplemente el caminar de una mesa a otra, de un apostador a otro llevando la libreta y apuntando las jugadas, las caminatas al baño para orinar el efecto de los dos o seis cervezas que le brindaron, el cansancio del brazo retirando las manos de los clientes que en un aparente descuido se posaban en sus nalgas, el cansancio de escuchar la conversación del taxista y luego el cansancio de dormir sola o del sexo con una nueva pareja. Ni siquiera el desmayo la habría podido detener. Su vida era un carrusel que sólo se detendría con su muerte. Al menos eso creía haber aprendido de ella. Dos meses después. A esa hora ella nunca iría.
Trata de recordar la talla de ropa de Adrián, le había comprado el uniforme del béisbol. Se detendrá, pedirá tallas para niños de nueve años. Ocho y medio. Nueve, debe ser lo mismo. Y tratará de imaginar a Adrián. Siempre lo recuerda. En realidad lo extraña. Y siempre lamentó no conservar una foto de él. Comprará una franela y un pantalón o short, le dirá a la maestra que se lleva al niño, desayunarán, hablará con él, lo dejará a dos cuadras de su casa, le dirá que nunca le comente a su madre y le propondrá encontrarse algunos días, podrían seguir siendo amigos, si es que él entendía la amistad, claro que la entiende, es un niño astuto.

Pero, ¿qué le pudo haber pasado a Adrián, por qué un cambio de ropa, por qué la maestra con voz alterada, por qué no consiguieron primero a Mariana y la abuela, por qué no contestó la abuela ?

Llega al colegio, busca a la maestra. Le dice que Adrián está en el baño, sí, señor, ¿cuál es su nombre ?, no, no soy el padre, buen amigo de la familia, fue atacado, algo horroroso, sí, lo metieron de cabeza, retrete, porque les dio la gana, son niños mayores, la violencia, sí, es difícil, y los padres, creen que dejan a los niños y aquí haremos milagros, creen que meten pellejo y saldrá lomito, si me perdona el ejemplo, estamos muy apenados, buscaremos responsables, castigo, castigo, claro que puede llevárselo.

En el baño, Adrián está de pie, sólo lleva puesta su ropa interior. Se resiste a llorar, seguro agotó sus lágrimas cada noche esperando a su padre, cuando no le podían comprar algún juguete, cuando su abuela le soltaba, con o sin razón, un correazo. Ninguno de los dos se aproxima, se diría que van a comenzar una batalla, otro David enfrentando a otro Goliat. Filtrado el sonido entre la separación que deja la hoja de lata gris que sirve de puerta al baño, escucha unos pasos, tacones, en general, en la escuela de Adrián hay profesoras pero aún cree, con ingenuidad, con ceguera, que puede aislar el sonido firme, marcial de los zapatos de Mariana, el par de cuero negro que llevaba la primera noche o los de semicuero rojo, gastadísimos, que le encantaban por su comodidad. Y en un descuido, cuando los ojos del niño se clavan en los suyos, él pierde el control de los eventos y los sonidos todos caen como una cascada, fundidos, los pasos, los gritos de otros niños, las bocinas de algunos automóviles puertas afuera. Extiende la mano y espera la reacción del niño, su mirada es de rencor, ¿cuántas veces habrá preguntado por qué no había aparecido más, por qué no más helado a media tarde los domingos, ni aplausos en el béisbol ? Es capaz de esperar toda la vida. En la mano izquierda lleva la bolsa con la ropa, en el bolsillo opuesto de su saco lleva la hojilla, no la había sacado desde la última vez con Mariana. ¿Si llegara ella, qué podrían decirse ? Espera un arrebato, trasposición, carro de fuego o ángel de muerte, aunque la escena resiente la falta de música incidental. No habrá registro alguno en los periódicos. De cualquier manera sabe que se han desprendido del mundo, pero no teme. Intuye una historia.

Traduit par Jesús Nieves Montero

À Jennifer et Leika

À Arly qui m’a raconté

une partie de l’histoire

I

C’est ainsi qu’il la connut. Une nuit il vit un local de San Bernardino – paris hippiques, jeux de hasard, billard – , il était sur le chemin du retour et ne voulut pas se coucher sans faire un nouvel effort. L’histoire serait la suivante : un des pneus avait reçu le coup de poignard d’un clou et s’était dégonflé. Il descendit de voiture et caressa violemment la face interne du pneu côté passager jusqu’à être couvert de cambouis, et si au début il eut des réticences, finalement il en mit aussi sur sa chemise. Il se regarda, il était sale, il méritait solidarité, compassion. Il entra et parla avec le responsable. Il la vit. Jean délavé couvrant des jambes bien faites et des fesses qui avaient l’air de deux immenses quartiers de mandarine, un haut sans soutien-gorge dessous qui faisait ressortir des seins qui l’obsédèrent. Ce n’est pas le type de femme que recherche le public d’aujourd’hui, lui dit sa personnalité d’expert en modèles, elle est trop ronde. Il alla aux toilettes, se lava avec le savon disponible, – du détergent en poudre pour le linge – sortit les mains encore mouillées, la vit en train d’écrire dans un petit cahier avec une spirale métallique dans la partie supérieure, et écouta pour comprendre : c’était les paris de la prochaine course de l’hippodrome de Valencia. Il décida de s’asseoir et de commander une bière. Il tambourinait avec les doigts de sa main droite sur la table en formica, il commença à suer et il se sentit comme un ludopathe espérant que son cheval le dédommage de toutes ses pertes. Il l’appela pour essayer de placer un pari. Alors elle voulut lui expliquer toutes les astuces d’un jeu qu’il ne connaissait pas, elle lui glissa qu’elle terminait dans deux ou trois heures, puis en se penchant pour lui montrer son décolleté, elle lui fit savoir qu’elle serait disponible, prête à le suivre où il voudrait. Il se dit alors que si en se réfugiant entre les jambes d’une femme on pouvait concevoir un enfant, à plus forte raison pouvait aussi surgir une nouvelle histoire. Comment n’y avait-il donc pas pensé !

II

D’abord ? D’abord, il y eut la marque sous le sein, l’évidence de l’incision que fit le chirurgien plastique pour incorporer la prothèse qui lui donnait quelques tailles de plus de soutien-gorge. Il la découvrit la nuit de leur rencontre en léchant son sein droit, en essayant d’en établir les limites, il avait senti quelque chose de tendu dans la peau du décolleté la première fois qu’il le caressa, en sortant du Saturday night, et il se douta qu’il y avait un implant, mais cela ne l’avait jamais gêné, avec aucune autre femme, et, même, avant d’arriver à l’hôtel cette nuit-là, comme il promenait ses mains sur ses vêtements, ce sein lui parut être un tout réel, tendu de désir. Il léchait alors son sein, il le parcourait et quand il voulut descendre, peut-être pour chercher son sexe, ou seulement son ventre, la langue trouva, dans le pli entre le thorax et le sein, une protubérance, une texture, un autre défi pour les papilles : ce fut une découverte, sincèrement, le bois lisse du reste de son sein avait fini par l’ennuyer, il se concentra donc sur cette nouvelle sensation.
Ses yeux, qui étaient fermés, s’ouvrirent pour voir la cause de cette différence et vit alors le tissu reconstitué mais différent et il continua à lécher en insistant là. Il n’avait jamais été opéré, et n’avait donc jamais fait l’expérience des cicatrices sur son propre corps. Il ne fit pas de commentaire sur sa prédilection, mais elle dut noter combien il se consacrait à cette zone et combien grandissait son désir, et ils finirent par faire l’amour mais dans sa tête il y avait, surtout, la cicatrice.

III

Ils continuèrent à se voir. Mercredi, jeudi, vendredi, samedi et dimanche il y avait des courses, il allait la chercher au Saturday night tous les soirs, après minuit, elle finissait même par avoir un jour de libre, et les rencontres nocturnes passèrent des hôtels de passe à l’appartement que sa soeur lui avait confié. Elle lui racontait qu’elle vivait avec sa mère, qui elle voulait être, ce qu’elle voulait faire, et elle lui parlait de son fils ; le père, ce fils de pute, devait être en train de pourrir dans une prison, en répétant encore et encore qu’il volait pour les nourrir alors qu’eux n’avaient jamais vu un centime. Il ne prit pas peur, au contraire, il demanda à connaître l’enfant. Il lui manquait quelque chose dans la vie, et il lui sembla que l’idée de l’enfant lui ouvrait de nouvelles perspectives.

Mais le moteur de tout était ce corps. Leurs rencontres. Il commença à amener avec lui la lame et à simuler les accidents. Une petite incision sur le téton gauche, une erreur, une confusion, comment cela avait-il pu arriver. Pendant que cette blessure guérissait et produisait sa propre cicatrice, il continuait à lécher sous les seins, mais il s’excitait en anticipant ce nouveau point de territoire. Allons donc manger des glaces avec ton fils, c’est un vrai petit homme, je lui plais ?, je ne l’avais pas remarqué, si, je nous ai vus dans un miroir, on dirait un père et son fils. Et au bout de deux semaines il y avait sur le sein une cicatrice mûre et il la lécha et la lécha encore, trois points sur le corps pour être concentré. Mais bientôt il sentit le besoin d’une autre blessure. Il la voulut près du nombril. Et il la fit. L’après-midi il faisait semblant avec fierté d’être père. Lundi, mercredi et vendredi base-ball de deux à cinq, les autres jours une marche, une promenade, un musée, il n’avait pas encore d’idées d’histoires mais il sentait que la méthode de personnification fonctionnait, il y croyait, il attendait les histoires qu’il ne voyait pas et il allait jusqu’à former le tableau d’une famille, comment ne nous sommes-nous pas rencontrés avant, et même un je t’aime avait dû se glisser là. Les cicatrices. Un autre accident, des rires, la malchance, une lame, qui pourrait le croire, c’est pour cela qu’ils préviennent, ils ont raison, ce ne sont pas des jouets, à manier avec précaution, à maintenir hors de portée des enfants. Trois, quatre, dix, quinze blessures, comme ça oui il pouvait se faire un corps, concevoir une amante, il y avait toujours de nouvelles blessures, sur le point de se transformer en cicatrices et enfin le corps pouvait être le corps aimé, une cartographie de lieux qui rompaient avec la monotonie de la peau banale, maintenant il ne donnait même plus d’excuses pour la petite lame, cela arrivait et cela faisait partie de leur lien. Et le lendemain matin, tandis qu’il imaginait que son fils partait à l’école préparé par sa belle–mère et que son épouse se reposait de la fatigue de la nuit précédente et conservait les blessures qui seraient le plaisir de la nuit suivante, il achetait cinq ou six journaux et les lisait en cherchant des histoires. Il se dit que la meilleure façon de faire détonner les histoires c’était les mots de bonnes chroniques, un article d’opinion, les pages mondaines, les nécrologies ou les faits divers. La femme, l’enfant, le blocage. Et les cicatrices.

IV

Il l’attendit un vendredi soir à l’extérieur du Saturday night. Minuit – Une heure — Deux heures — Trois heures. Il ne la vit pas sortir. Il ne voulut pas appeler. Il pensa élargir son registre en jouant les maris offensés et déçus. Il ne put pas savoir qu’elle s’était évanouie. Que quand elle arriva à l’hôpital, on la déshabilla. Qu’en arrivant, sa mère ne put que pleurer devant toutes les cicatrices de ce corps que lui montrait l’interne des urgences, ce corps dont elle se souvenait, celui de la petite fille à qui elle donnait le bain, de l’adolescente qu’elle accompagnait chez le gynécologue les premières fois, puis qu’elle aidait à mettre tout l’échafaudage de la robe la veille et le jour de son mariage. Elle lui prenait la main pendant qu’elle récupérait et, en colère, jurait vengeance, en silence, tandis qu’elle voyait que le policier chargé de faire le dossier qui ouvrirait l’enquête était distrait par les jambes de l’infirmière et était déjà sur elle, la main morte sur sa taille, en chute contrôlée vers les fesses et la procédure s’arrêterait là, du moins celle qui concernait les blessures de sa fille. Qui a fait ça ? C’est bon maman, ça va. Comment ça, ça va ? Maman s’il te plaît, nous sommes dans un hôpital, ne crie pas, c’est comme ça, c’est la vie.

V

Le dimanche suivant, encore — et très concentré — dans son rôle de conjoint déçu, il se leva et acheta les journaux. Quand il ouvrit Ultimas noticias il alla directement aux pages centrales, celles consacrées aux informations régionales et aux faits divers, il y avait toujours les gros titres mais il y avait aussi de courts articles, minimes, succincts, la définition même du remplissage. Là il lut le titre : « Torturée par son amant » et le sous-titre, « C’est parce que je t’aime que je t’abîme ». On racontait qu’une jeune femme qui s’était évanouie sur son lieu de travail – un établissement populaire de paris du nord de la ville –, entra pour cette raison à l’hôpital Universitaire de Caracas ; mais quand on lui enleva ses vêtements pour l’examiner on découvrit des dizaines de blessures faites à l’arme blanche, probablement un canif. On disait que la femme avait un fils et vivait avec lui et sa mère. On disait que la police allait enquêter. Mariana n’était même pas nommée. Mais c’était elle. C’était elle et maintenant tout était fini. Ce hasard funeste ne lui fit pas peur : même s’il rêva de cachots obscurs, de viols et de lynchage, et même de sa propre mort, il se remémora la taille de l’article : il connaissait ce type d’article, c’était un de ces cas qui n’intéresserait personne. Le seul policier disponible formulait des hypothèses : accident étrange, violence domestique. Il pensait qu’il s’agissait d’une affaire sexuelle. Pourquoi ne pas poursuivre la réflexion ? Un rite satanique, une forme évoluée du tatouage traditionnel, des tentatives de suicide hésitantes, on voit tellement de choses de nos jours. De toute façon c’était terminé. Il ne verrait plus Mariana, il ne verrait plus Adrián.

VI

L’enfant est debout, silencieux, à la porte de la salle des professeurs, les yeux douloureusement ouverts comme si, comme dans un dessin animé, des cure-dents ou des allumettes lui tenaient les paupières levées. De l’eau coule à flots de ses mains, les extrémités de ses doigts ressemblent à de petits robinets. L’odeur a commencé à remplir la salle. La maîtresse l’observe. Son tee-shirt a des taches marron. La maîtresse le voit, à l’institut de formation on ne lui a pas appris comment réagir dans ce genre de cas – de toute façon elle n’a pas eu son diplôme, mais elle ne croit pas qu’il lui manque justement le cours qui l’enseigne. Elle lui dit qu’elle va chercher les numéros de téléphone de ses parents. L’enfant est une statue.

Elle fouille dans le sac, les cahiers, pas un numéro, pas un nom. Elle ne veut pas descendre à la direction : les archives d’une école publique sont un cimetière inexpugnable de papiers, les dossiers ont certainement été brûlés pendant les dernières émeutes ou jetés à la poubelle par la nouvelle secrétaire engagée parce qu’elle est une camarade du Parti. Juste une fiche de l’équipe de base-ball. Un numéro de téléphone portable. Elle n’a pas beaucoup de crédit mais elle essaie quand même d’appeler.

— Monsieur Rivas. Il faut que vous veniez à l’école, il y a eu un petit accident avec Adrián.

— Je suis désolée mais c’est le seul numéro que nous avons trouvé.

— On ne vous aurait pas dérangé si cela n’avait pas été important, en plus, la mère…

— Non, rien de grave, mais, s’il vous plaît, apportez des vêtements de rechange.

Evidement qu’elle ne pourrait pas répondre à neuf heures du matin. A cette heure-ci, les cernes, la nuit précédente, le simple fait de marcher d’une table à l’autre, d’un parieur à l’autre avec le cahier pour noter les jeux, les trottes aux toilettes pour uriner les deux ou six bières qu’on lui a offertes, la fatigue du bras qui enlève les mains des clients qui se posent comme par erreur sur ses fesses, la fatigue d’écouter la conversation du chauffeur de taxi et enfin la fatigue de dormir seule ou d’avoir une relation sexuelle avec un autre partenaire. Même l’évanouissement n’avait pas pu l’arrêter. Sa vie était un manège qui ne s’arrêterait qu’avec la mort. Du moins c’est ce qu’il croyait avoir appris d’elle. Deux mois après. A cette heure-ci elle ne viendra jamais.
Il essaie de se souvenir de la taille de vêtements d’Adrián, il lui avait acheté sa tenue de base-ball. Il s’arrêtera, demandera des tailles pour des enfants de neuf ans. Huit ans et demi. Neuf, ça doit être pareil. Et il essaiera d’imaginer Adrian. Il ne l’a pas oublié. En fait il lui manque. Et il a toujours regretté de ne pas avoir de photos de lui. Il achètera un tee-shirt et un pantalon ou un short, il dira à la maîtresse qu’il ramène l’enfant, ils prendront un petit- déjeuner, il lui parlera, il le laissera à deux pâtés de maisons de chez lui, il lui dira de ne jamais en parler à sa mère et lui proposera de se revoir un de ces jours, ils pourraient rester amis, s’il comprenait l’amitié, bien sûr qu’il comprend, c’est un enfant futé.

Mais qu’a-t-il pu arriver à Adrian, pourquoi des vêtements propres, pourquoi la voix émue de la maîtresse, pourquoi n’ont-ils pas contacté d’abord Mariana et la grand-mère, pourquoi la grand-mère n’a-t-elle pas répondu ?

Il arrive à l’école, cherche la maîtresse. Elle lui dit qu’Adrián est aux toilettes, oui, monsieur. Comment vous- appelez vous ? non, je ne suis pas le père, un bon ami de la famille, il a été attaqué, quelque chose d’horrible, oui, la tête la première, dans les cabinets, parce qu’ils en ont eu envie, ce sont des enfants plus grands, la violence, oui, c’est difficile, et les parents, ils nous laissent les enfants et ils croient que nous allons faire des miracles ici, ils croient qu’ils laissent de la carne et qu’ils récupèreront du filet, si vous me pardonnez l’exemple, nous sommes vraiment désolés, nous chercherons les responsables, punition, punition, bien sûr que vous pouvez l’emmener.

Dans les toilettes, Adrian est debout, il est en sous-vêtements. Il se refuse à pleurer, il a sûrement épuisé ses larmes toutes les nuits passées à attendre son père, quand on ne pouvait pas lui acheter un jouet, quand sa grand-mère, avec ou sans raison, lui donnait un coup de ceinture. Aucun des deux ne s’approche, on dirait qu’ils vont se battre, un autre David affrontant un autre Goliath. Le son filtré entre la séparation que laisse le battant en fer-blanc qui sert de porte aux toilettes, il entend des pas, des talons, dans l’école d’Adrian il y a surtout des maîtresses mais il croit encore, naïvement, aveuglément, qu’il peut isoler le son ferme, martial des chaussures de Mariana, la paire en cuir noir qu’elle portait la première nuit ou les chaussures rouges en similicuir, très abimées, qu’elle adorait parce qu’elles étaient si confortables. Et dans un moment d’inattention, quand les yeux d’Adrian se fixent dans les siens, il perd le contrôle des événements et les sons tombent tous en cascade, fondus, les pas, les cris des autres enfants, les klaxons de quelques automobilistes à l’extérieur. Il tend la main et attend la réaction de l’enfant, son regard est plein de rancœur, combien de fois a-t-il dû demander pourquoi je ne venais plus, pourquoi plus de glace le dimanche après-midi, ni d’encouragements au base-ball ? Il est capable d’attendre toute sa vie. Dans la main gauche il a le sac avec les vêtements, dans la poche opposée de sa veste il a la petite lame, il ne l’avait pas sortie depuis la dernière fois avec Mariana. Si elle arrivait, que pourraient-ils se dire ? Il attend un ravissement, une transposition, un char de feu ou un ange de la mort, même si la scène se ressent de l’absence de musique incidente. Il n’y aura rien dans les journaux. De toute façon il sait qu’ils se sont détachés du monde, mais il n’a pas peur. Il pressent une histoire.

Par Valérie Grossi