Le plaisir de se gratter la tête (vo)

Rascarse la cabeza hace recordar
cosas olvidadas.

Proverbio latino

Conozco el irresistible placer de rascarse la cabeza. Nada como la exploración de mis dedos arrastrándose entre el césped de la mollera donde nunca pondré los ojos. Si los pusiera ahí, tal vez me daría asco. Porque no debe explicarse, porque es intransferible, el placer permanece lejos de la vista. Así, para alcanzar el deleite de rascarse la cabeza es necesario obedecer las tácticas suasorias del disfraz y el ocultamiento, confiando en la acumulación de indicios a los que despiertan el tacto y el oído.

Se trata de una ceremonia por demás simple, cuya única dificultad radica en dejar que la uña divague por algunos minutos antes de encajarse en el lomo de una costra. Si la mano está bien acostumbrada, si es tu mano, no tardará en localizar los pliegues de dicha encubiertos por el jardín oscuro de la pelambre. El meñique sabrá arañar, el anular sabrá remover y el índice discernirá el fruto entre la madeja, guiado por una intuición infalible. Pero una vez que se ha encontrado el sitio definitivo, no se debe hacer esperar a la mano demasiado tiempo, porque esta postura puede resultarle poco confortable y hasta dolorosa, y el placer, sin llegar necesariamente a perderse, podría reducirse a un cosquilleo blando y sin fuerza. Sólo la cadencia es importante.

Ya que es una piel menos expuesta a las ambiciones de terciopelo que anidan en la mejilla —reñida siempre con el poro y el grano—, el cuero cabelludo no acepta las emociones fáciles de la caricia. Donde todo es fibroso y amorfo, donde la epidermis velluda nos recuerda que alguna vez fuimos bestias, es necesario profanar. La incursión, entonces, debe ser afanosa, pendular, incisiva ; una danza de bisturí y limadura dispuesta a luchar suavemente contra la resistencia de la corteza capilar hasta convertirla en viruta. A eso lo han llamado algunos entendidos “descamar a la serpiente”. Pero en ningún caso se debe asistir a una mutilación. Todo lo contrario ; rascarse la cabeza es un acto de paciencia y persuasión, donde la arena se entregará a la mano sólo si ésta sabe entablar una conversación efusiva, hecha de gestos dactilares, frotaciones calculadas para doblegar sin violencia. Una uña titubeante no lo logra ; una brutal, tampoco. El descamador de serpientes sabe que sólo de la experiencia puede provenir el placer.

Mientras el tacto se hunde entre los filamentos, sobreviene el éxtasis de la audición. Según Cocteau, durante su periodo de desintoxicación de opio le bas-taba poner la cabeza sobre el brazo para escuchar catástrofes, fábricas en llamas, inundaciones, todo un apocalipsis en la noche estrellada del cuerpo. Así, durante la embriaguez del rascador, son incontables las aventuras del oído que sabe entregarse al estruendo de la melena, al escarceo del cavador de fosas, al pájaro afilando su pico contra las ramas. De pronto, si se ha escuchado bien, se presiente el aleteo. Es el espasmo. A este breve temblor de dicha sigue el plácido letargo de la uña entre los escombros del occipucio.

Se diría que rascarse la cabeza es un gesto anodino, o bien, de esterilidad mental, desesperación, ansiedad. Quienes la han padecido saben, sin embargo, que la comezón es todo lo contrario a la indiferencia. Yo agregaría —y a esta conclusión me ha llevado la propia experiencia—que no hay nada más hipócrita que el gesto fatigado de El pensador de Rodin : la verdadera, la única, pasión del hombre reflexivo es sobarse el cráneo. En esa costumbre, en ese vicio dirán algunos, no sólo he encontrado la ocasión privilegiada para ponerme a pensar en lo que se me antoja, sino que, como si tuviera el oído puesto en las yemas de los dedos, consigo escuchar la actividad secreta de mi cerebro. A veces es un rumor insoportable y creciente que tiende a la anarquía, a la incontinencia : una orgía mental que se aviva con la frotación rápida. Otras, la lenta batalla de células muertas se resuelve en una idea nítida y solitaria, aunque pocas veces ejemplar. En cualquier caso, se trata de la única intimidad física entre la mano y el pensamiento que he podido procurarme para escribir a gusto.

Pero mentiría si dijera que siempre que me rasco la cabeza pienso. La ver-dad es que los mejores momentos son aquellos en los que simplemente me abandono, hasta ingresar en un aislamiento hipnótico donde no existe nada más que la uña y su persistencia. Sin apetitos, sin dudas, sin urgencias, en esos momentos sólo tengo una ocupación : rascarme. Si consigo que mi cerebro ya no maquine en su interior pensamiento alguno, es posible que el vaivén de mis dedos me lleve hasta una explanada desierta, gloriosamente inocua, donde toda titilación molesta del ser cesa de golpe. Ahí, entre la costra y el pellejo, he descubierto que el desdén hacia el mundo (eso que los místicos llaman desapego) no requiere de ninguna dieta vegetariana ni de enseñanzas basadas en una disciplina tan intransigente como cruel. A mí me basta volcar la mano sobre la mollera para no esperar ya nada, para que la vida ya no me concierna.

Quien me viera en esos momentos pensaría que soy presa del aburrimiento o la desidia. En realidad, se trata de la única forma en que mi ánimo logra recrearse. Afortunadamente carezco de testigos : rascarse la cabeza es un placer que sólo puede disfrutarse a solas, y he llegado a pensar incluso que la tonsura eclesiástica no representa otra cosa que la sustitución de un onanismo por otro.

Traduit par Vivian Abenshushan


Se gratter la tête rappelle le souvenir
des choses oubliées.

Proverbe latin

Je connais le plaisir irrésistible de se gratter la tête. Il n’y a rien de comparable à l’exploration de mes doigts rampant dans le gazon de mon crâne, là où je ne poserai jamais les yeux. Si je les y posais, cela me dégoûterait peut-être. Parce qu’il ne doit pas s’expliquer, parce qu’il est intransmissible, le plaisir demeure hors de la vue. Ainsi, pour arriver au plaisir de se gratter la tête, il est nécessaire d’obéir aux tactiques argumentatives du déguisement et de la dissimulation, en faisant confiance à l’accumulation d’indices qui éveillent le toucher et l’ouïe.

Il s’agit d’une cérémonie excessivement simple dont la seule difficulté réside en ce que l’on laisse l’ongle errer pendant quelques minutes avant de butter contre le dos d’une croûte. Si la main est bien habituée, si c’est ta main, elle ne tardera pas à trouver les plis de bonheur recouverts par le sombre jardin de la toison. L’auriculaire saura égratigner, l’annulaire saura fouiller et l’index saura distinguer le fruit dans la crinière, guidé par une intuition infaillible. Mais une fois que l’on a trouvé l’endroit définitif, on ne doit pas faire attendre trop longtemps la main, parce que cette position peut être inconfortable et même douloureuse, et le plaisir, sans forcement être perdu, pourrait se réduire à une chatouille molle et sans vigueur. Seule compte la cadence.

Puisque c’est une peau moins exposée aux ambitions veloutées qui nichent sur la joue — toujours brouillée avec le pore et le bouton —, le cuir chevelu n’accepte pas les émotions faciles de la caresse. Là où tout est fibreux et amorphe, là où l’épiderme velu nous rappelle que jadis nous fûmes des bêtes, il faut profaner. L’incursion doit être alors avide, pendulaire, incisive ; un ballet du bistouri et de la lime disposé à lutter doucement contre la résistance de l’écorce capillaire jusqu’à la transformer en copeau. Certains connaisseurs ont appelé cela « desquamer le serpent ». Mais en aucun cas on ne doit assister à une mutilation. C’est tout le contraire ; se gratter la tête est un acte de patience et de persuasion, où le sable ne s’offrira à la main que si celle-ci sait entamer une conversation effusive, faite de gestes digitaux, de frottements calculés pour faire fléchir sans violence. L’ongle hésitant n’y parvient pas ; le brutal non plus. Le desquameur de serpents sait que c’est seulement de l’expérience que peut naître le plaisir.


Pendant que le toucher s’enfonce entre les filaments, survient l’extase de l’audition. Selon Cocteau, pendant sa période de désintoxication de l’opium, il lui suffisait de poser sa tête sur son bras pour avoir vent des catastrophes, des usines en feu, des inondations, toute une apocalypse dans la nuit étoilée de son corps. Ainsi, pendant l’ivresse du gratteur, les aventures de l’ouïe qui sait s’offrir au grondement de la chevelure, au mouvement déferlant du fossoyeur, à l’oiseau affûtant son bec contre les branches, sont inénarrables. Tout à coup, si on a bien écouté, on pressent le battement d’aile. C’est le spasme. Ce bref frémissement de bonheur s’accompagne de la léthargie placide des ongles dans les décombres de l’occiput.

On pourrait dire que se gratter la tête est un geste anodin, ou alors, un geste de stérilité mentale, de désespoir, d’anxiété. Ceux qui en ont souffert savent cependant que la démangeaison est tout le contraire de l’indifférence. J’ajouterais — c’est l’expérience elle-même qui m’a conduit à cette conclusion — qu’il n’y a rien de plus hypocrite que le geste fatigué du Penseur de Rodin : la véritable, l’unique passion de l’homme qui réfléchit est de se masser le crâne. Dans cette habitude, dans ce vice, diront certaines, je n’ai pas seulement trouvé l’occasion privilégiée de penser à ce qui me chante, mais, comme si mon ouïe était posée sur la pulpe de mes doigt, j’arrive à écouter l’activité secrète de mon cerveau. Parfois c’est un brouhaha insupportable et grandissant qui tend vers l’anarchie, vers l’incontinence : une orgie mentale qui se ravive avec le frottement rapide. D’autres fois, la lente bataille de cellules mortes est résolue par une idée nette et solitaire, quoique rarement exemplaire. Dans tous les cas, il s’agit de la seule intimité physique entre la main et la pensée que j’ai pu me procurer pour écrire à mon aise.

Mais je mentirais si je disais que chaque fois que je me gratte la tête je pense. La vérité, c’est que les meilleurs moments sont ceux où je m’abandonne simplement, jusqu’à entrer dans un isolement hypnotique où il n’existe rien d’autre que l’ongle et sa persistance. Sans appétit, sans doute, sans urgence, dans ces moments-là je n’ai qu’une occupation : me gratter. Si je parviens à ce que mon cerveau ne manigance plus aucune pensée dans son for intérieur, il est possible que le va-et-vient de mes doigts me porte jusqu’à une esplanade déserte, glorieusement inoffensive, où tout tremblement importun de l’être cesse d’un coup. Là, entre la croûte et la peau, j’ai découvert que le mépris pour le monde (ce que les mystiques appellent indifférence) n’a besoin d’aucun régime végétarien ni des enseignements basés sur une discipline aussi intransigeante que cruelle. Il me suffit de poser la main sur mon crâne pour ne plus rien attendre, pour que la vie ne me concerne plus.

Celui qui me verrait dans ces moments-là penserait que je suis la proie de l’ennui ou du laisser-aller. En réalité, il s’agit de l’unique moyen pour mon esprit de se divertir. Heureusement je manque de témoins : se gratter la tête est un plaisir dont on ne peut jouir que seul, j’en suis même venu à penser que la tonsure ecclésiastique ne représente rien d’autre que la substitution d’un onanisme par un autre.

Par Laure Labat