Michoacán (vo)

Porque la palabra no es amor,

sino un asesino

Leopoldo María Panero

Llegué a Tzintzuntzán por la noche y casi no la reconocí. Seguía siendo un pueblo miserable a pesar de sus viejas grandezas, pero además ya era horrible : estaba descarapelado, a reventar de vendedores ambulantes con chucherías idénticas de un puesto a otro y ensordecedores discos piratas ; otro imperio de la arquitectura pos tercera guerra mundial en la que es rica la patria : casitas grises de monoblock con las varillas echadas para un tercer piso que nunca va a llegar, tinacos como atalayas ciegas.

Llegué porque teníamos un quinto hermano. Eso lo pienso sólo yo ; todos los demás dicen en que no es cierto, que era sólo mío e imaginario. Insiste mi hermana : Yo no me acuerdo de él porque no existía, pero sí de su fantasma ; le decías Robin.

Aunque no puedo fijar ni su cara ni alguna manía específica que singularice a Robin, tengo grabados entre los surcos de la corteza cerebral el sonido de su respiración y el calor de su mano, un poco más gorda y mucho más chica, aletargada en la mía durante el Festín de los Enanos.

Vivíamos en un departamento largo y repleto de cosas en el que había dos habitaciones para los niños. En una dormíamos los dos mayores y yo, en la otra mi hermana sola, con una camita junto. Entonces por qué había una segunda cama en tu cuarto, le pregunté a ella cuando insistió en que Robin no existió. Era para los invitados, me respondió. Nunca teníamos invitados. Como no, dijo, la Yaya, cuando venía a visitar a sus amigas de México. A partir de ese momento la conversación se degradó. ¿Por qué dices México ?, le pregunté, si México es todo el país ; ¿por qué no dices el DF, como todos ? Porque así nos enseñaron, respondió.

Yo no recuerdo a la Yaya. Murió cuando yo era bebé, por lo que, si llegó a usar la segunda cama del cuarto de mi hermana, fue antes de que naciera yo y, con más razón, Robin, que habría sido menor que yo. No éramos de los que tenían abuelos que visitar en la provincia : una casa grande y ventilada, una criada cariñosa, limonada, perros, despedidas tristes al final de las vacaciones. No tuvimos nada de eso. Sólo papá y mamá que trabajaban todo el día y que los fines de semana compensaban con viajes relámpago a lugares tal vez demasiado lejanos para las cuarenta y ocho horas de descanso a que tiene derecho una víctima de la semana inglesa. Tenían una peculiar afición por la región lacustre de Michoacán, a donde íbamos a dar con frecuencia incómoda.

Cuando volví muchos años después, llegué por la noche y pregunté en el hotel por el edificio de los búngalos en que solíamos quedarnos. Era un edificio blanco, con balcones, cerca del centro del pueblo, que crece de espaldas al lago. ¿Se imagina usted, me dijo el dependiente, cuantos edificios blancos que han servido de albergue ha habido aquí ? Tenía razón. Me parece, le dije, que era de un gringo. Dijo : Puf, y me recomendó que fuera a la oficina de turismo o a la de planeación urbana. ¿Cuál planeación, le dije, si el pueblo está destruido ? Me respondió con un enigmático Por eso, que pudo deberse a la falta de planes o a la presencia de un gringo. Al día siguiente me desperté temprano y salí a buscar el edificio calle por calle. Tzintzuntzán sigue siendo un pueblo chico a pesar de haber sido alguna vez una capital que midió sus fuerzas con gloria ante los aztecas feroces. Un mundo entero rebanado por la Historia, diosa centralista y cretina, que convirtió a México, que era una ciudad, en un país. Nosotros crecimos en México, la ciudad país.

Estoy seguro de que Robin no iba en el coche cuando papá nos llevaba a la escuela en la mañana, enloquecido de prisa. Se quedaría en casa, tal vez con la vecina : mientras fuimos niños, siempre comíamos en su departamento. Era una vieja dulce y tartamuda que se llamaba Tina. Nuestros padres le pagaban una renta mensual por nuestros gastos y por los días en que tenía que cuidar a alguno que cayera enfermo.

En época de clases llegábamos directo de la escuela a casa de Tina, pero en el verano la veíamos –a pesar de que tal vez estuviera encargada de cuidarnos —hasta las dos o tres de la tarde. Tocaba a la puerta de nuestro departamento y gritaba Aaaaa commmmer sin esperar a que le abriéramos. Salíamos en manda, ya con las manos limpias –su baño nos daba nervios—y encontrábamos su puerta abierta.

Yo, eso sí, ya iba a la escuela en la época de la que data mi único recuerdo físico de Robin : su mano tibia y carnosa. Cuando evoco su presencia, mi memoria se orla con el espíritu libertario de las vacaciones de verano : los cinco niños solos en la casa, jugando turista, o viendo el programa de Guillermo Ochoa en la tele, o celebrando el Festín de los Enanos. Nos quedábamos los cuatro en casa solos, bajo la teoría de que nos cuidaríamos unos a otros. Teníamos varios elepés con cuentos infantiles. El de Cenicienta estaba hecho de acetato rosado muy opaco. Tenía un salto en la escena en que las hermanastras se prueban la zapatilla de cristal. Teníamos uno de Gabi, Fofó y Miliqui, unos payasos argentinos, en cuyos surcos venía impreso el primer poema que me aprendí.

Una sola lágrima derramó Ruperta

¿Pero por qué ?

Porque estaba tuerta.

El verso regresa cuando pìenso en Robin.

Al disco de Pinocho le faltaba un pedazo y había que escucharlo a partir de la entrada a escena del zorro en el lado A y prescindiendo de lo que hubiera antes de la aparición de las orejas de burro en el B. Nunca supe ni cómo empezaba ni cómo era que el niño dotado de movimiento pero carente de alma se hacía acreedor a un castigo tan tremendo y de aires tan clásicos como tener orejas y cola de burro.

El favorito universal era el de Blancanieves. Lo escuchábamos tanto que lo teníamos memorizado y lo poníamos en escena diario : el departamento entero el bosque y la mesa del comedor la cabaña.

El Festín de los Enanos se representaba sin público, de modo que lo que tenía de atractivo no era la intensidad con que se actuaran los papeles, sino la precisión milimétrica con que se repitieran las líneas de cada uno hasta llegar al final. Habríamos podido invitar a la vecina tartamuda y en su calidad de asalariada habría visto el espectáculo y hasta hubiera aplaudido, pero el juego no estribaba en contar algo, sino en cumplirlo ; no pretendía hacer una marca en el mundo sino ser leal a él, seguir sus instrucciones : que cada quien encontrara el hado que le pertenecía siguiendo con fidelidad de integrista su surco. El Festín de los Enanos era sólo para nosotros, que estábamos cerrados como tal vez lo estén todos los niños. Nuestra hermana era Blancanieves y la bruja ; yo era Gruñón, Cazador y Dormilón. El mayor, además de ser sus enanos, era el príncipe.
El juego empezaba antes de la representación, en lo que habría ocupado el lugar del ensayo si lo que hacíamos hubiera sido teatro. Retirábamos la mesa de centro de la sala, el mayor ponía el disco y nos tirábamos por orden de edad sobre la alfombra, a escuchar con los ojos bien cerrados. Para potenciar la concentración, nos tomábamos de las manos formando un círculo organizado por edad. Robin entre el mayor y yo. De ahí data el recuerdo. En mi mano izquierda la palma de Robin, tibia y carnosa. Y hay un único registro visual : aunque no me acuerde de su cara, tengo bien claras las uñas sucias de su mano. Los pliegues de las articulaciones de sus falanges guardando los hilos de mugre que distinguen a los niños silvestres, sus nudillos todavía hundidos.

Nosotros estábamos un poco más limpios que Robin. Mamá y papá llegaban en la noche y nos desconectaban de la televisión, a la que pasábamos pegados la mayor parte de la tarde. La encendíamos después de comer en casa de Tina, cuando empezaba la barra de caricaturas y nos seguíamos viendo las series gringas de aventuras. Nunca hacíamos la tarea y no tenía importancia porque nadie se enteraba más que las maestras, que de todos modos pertenecían al mundo sufrido y casi imaginario de la escuela : sus presencias no estaban conectadas con la realidad, que se terminaba en la puerta del departamento.

Casi siempre alcanzábamos a ver una o dos series policíacas nocturnas –prohibidas para el resto de los niños— antes de que nuestros padres llegaran con su torbellino de instrucciones a hacernos algo de cenar y persuadirnos para entrar a la regadera. Si Robin tenía por entonces todavía los nudillos hundidos, lo más probable es que ya le hubiéramos preparado su leche y se hubiera dormido en su camita al lado de la de mi hermana. De ahí que estuviera menos limpio que los demás. Es posible inventar el recuerdo de una mano, mentirla, pero ¿una mano sucia ? Los ribetes de mugre me parecen la prueba de que el surco de Robin fue real.

¿Por que la cama en el cuarto de la Nena era más chica ?, le pregunté alguna vez al mayor. Vive fuera de la capital, en una ciudad soleada y con playa. Había ido a verlo durante las vacaciones solamente porque me las dieron y no tenía a dónde más ir. A él la distancia le ha servido : tiene un departamento con vista, una mujer guapa, una hija marcada por esa señal de la buena fortuna que es la ingratitud. Nosotros no hubiéramos hecho nunca una rabieta : teníamos la sensación, alentada por la vecina tartamuda cuando nos portábamos mal, de que nuestros padres simplemente podían no llegar para forzarnos a tomar un baño, así que agradecíamos con obediencia un tanto perruna su aparición diaria como un cometa de dos cabezas.

No sé, me respondió mi hermano y había la zozobra de quien duda de sus certezas en la forma en que miró al malecón mientras depositaba cuidadosamente su vaso de coca-cola sobre la balaustrada de la terraza. Hacía calor y caía sobre nosotros la tarde siniestra y llena de bichos del trópico. La Yaya sería chiquita, dijo, aunque la verdad es que yo no la recuerdo en bata por el departamento de México. ¿Por qué dices “México” ?, le pregunté a él también, pero no se puso defensivo como mi hermana. Así le decimos en provincia, dijo. Pero tú no eres de provincia. Mi hija sí y uno es de donde crecen sus hijos. Se sentó en una tumbona sin recargarse en el respaldo : se quedó en el filo. Se talló la cara antes de decirme : Todo el mundo es de donde son sus padres, pero nosotros estábamos como desatados de ellos, así que somos de donde son nuestros hijos. ¿Y yo que no tengo hijos ? Ve lo desatado que estás. Le dije : Es como si hubiéramos sido de la tele, ¿no ? Y traté de bajar el volumen emocional con un chiste : O del toca discos ; en realidad somos los hijos de los Enanos. Me miró muy serio : ¿Qué enanos ? Los del Festín, le respondí. ¿Qué Festín ? El juego de Blancanieves. Se alzó de hombros. No me acuerdo de eso, dijo. Mencioné la representación, la imagen que no me da descanso : los niños tirados en el suelo, formando un círculo con las manos apretadas y los ojos cerrados, incluso repetí algún parlamento que tengo trabado por ahí y que aflora cada tanto, Robin entre él y yo. Ni idea, dijo, pero Robin era imaginario, eso es seguro, ¿les has preguntado a los otros ? La Nena se acuerda del disco, le dije, y duda sobre las representaciones, pero está segura de que no hacíamos un círculo tomados de las manos. Tú eras más chiquito que nosotros, así que te tirábamos a loco ; a lo mejor lo hicimos algún día y a ti te impresionó.

Estoy seguro de que no es así, pero preferí cambiar de tema. ¿Te acuerdas de los viajes a Michoacán ? Dio un bufido : Qué friega. Qué manía esa ¿no ?, hacer viajes que ameritarían una semana en dos días. Y siempre a los lagos, dijo ; siempre el mismo viaje, a los búngalos esos, a vestirse de blanco, a ponerse los cascabeles en los tobillos, que necedad.

Recordé los búngalos, que para la fecha de esa conversación tenía totalmente borrados. Me tiré en la tumbona junto a la suya, a fondo. Le dí un trago largo a mi refresco. ¿Qué es eso de los cascabeles en los tobillos ?, le pregunté. Papá y mamá eran concheros, me dijo, creían en las vibras, en la madre tierra, en los dioses del lago ; ¿no te acuerdas ? No. Llegábamos a Michoacán y a la hora que fuera se ponían sus trajes blancos y su paliacate rojo en el cuello, luego íbamos a ver la salida del sol en el lago y danzaban con los cascabeles ; me imagino que trabajaban tanto que así desfogaban. Me reí, nuestros padres siempre han sido un misterio para mi.
¿Entonces no te acuerdas del Festín de los Enanos ?, insistí. Negó con un gesto. Es la prueba que me queda de que Robin no era imaginario, completé. Robin no existió. Lo dijo triste, negando con la cabeza como un elefante esclavo. Y luego de una pausa minúscula, ¿Y sigues saliendo con Martha ? No. Pronto va a ser ridículo que sigas teniendo novias, opinó casi para sus adentros. Luego trató de enmendar : Sin ánimo de ofender. Qué quieres que haga, le dije, siempre he sentido que a mi cerebro le falta el pedazo con que se adquieren compromisos. Como al disco de Pinocchio, dijo, y se rió. Si nos hubiéramos aprendido ese de memoria cuando estaba completo, le dije, seguro tendría nueve hijos y me los llevaría a Michoacán de fin de semana. Eso no.

En Tzintzuntzán busqué el edificio de los búngalos toda la mañana. Lo busqué comenzando por el centro del pueblo y caminando en círculos cada vez más amplios hasta alcanzar la orilla del lago. No tuve fortuna a pesar de que pasamos buenos diez o quince fines de semana ahí cuando éramos chicos.

Hoy en día uno toma una carretera de un millón de carriles y llega en dos o tres horas a la laguna de Cuitzeo, de ahí ya hay cualquier distancia a los pueblos de la rivera e incluso a Yuriria, que tiene su propia laguna. Después de la desviación a Morelia se hará cuando mucho otra hora y media al lago de Pátzcuaro y los pueblos que lo rodean. Ahí está Tzintzuntzán.

Cuando éramos niños no era así : había que hacer un montón de sierra por caminitos de ida y vuelta, había que parar en los pueblos a cambiar las bandas del motor porque se quemaban con las subidas, había que avanzar a paso de tortuga detrás de tráilers demasiado cargados o camiones de pesadilla en los que se acumulaban rejas y rejas de marranos vivos que gritaban como niños, cagándose y meándose unos a los otros rumbo al rastro.

El hermano de en medio, que era el más sentimental, entraba en transes de angustia pensando en el cochino cuya reja habría quedado hasta el fondo y al centro de la plataforma del camión. Si nuestro padre no conseguía rebasar pronto al camión, hasta lloraba.

Teníamos un Rambler 71 azul cielo, destartalado para los lujosos estándares automovilísticos de este mundo en el que cualquiera puede pedir un préstamo al banco, comprar un coche de diez mil cilindros, y montarse en las carreteras de un millón de carriles. Antes no era así. Los coches se usaban hasta que se acababan. Nuestros padres viajaban adelante, con una hielerita en el centro del asiento corrido y nosotros apeñuscados atrás, Robin, como el cochino del centro del camión marranero, apretujado entre los demás hermanos, que no cagábamos y meábamos unos sobre los otros, pero si llegamos a vomitarnos cuando la prisa de nuestro padre y las curvas del camino eran muchas.

El de en medio es el único que duda antes de negar la existencia de Robin. Dice : Quién sabe, papá y mamá eran raros. Pero a él nunca se le ha podido creer nada : su sentimentalismo lo ha orillado a vivir en un irrealidad destructiva que devora todo lo que toca. Él era el encargado de pasar los refrescos. No sé si nuestros padres lo encontraran más confiable o si fuera una de esas reglas sin origen ni destino por las que los niños administran sus vidas. ¿Me puedo tomar una coca ?, decía alguno de nosotros y nuestra madre respondía que sí. Entonces el de en medio, estuviera sentado donde estuviera sentado, estiraba la mano y sacaba refrescos para todos : no era imaginable que si uno de nosotros tenía una coca, alguno de los demás no la tuviera.

Él recuerda que siempre sacaba cuatro y sólo cuatro bebidas de la hielera, pero concede que de haber existido Robin, habría sido demasiado chiquito para empinarse un envase. ¿Entonces tú sí te acuerdas ?, le he preguntado las mil veces que su paciencia de santo me lo ha permitido. No, dice siempre. No me acuerdo y creo que me acordaría, pero la memoria funciona así, por oscuridades.

Él tiene clarísimo, en cambio, que jugábamos al Festín de los Enanos : coincidimos en que el círculo de niños tomados de las manos y con los ojos cerrados fue el mejor momento en las vidas de todos nosotros. De ahí todo ha ido en picada, me dijo un día con una cara que me hizo pensar que se iba a poner a llorar como lloraba con los cochinos. No lo hizo. Se ha endurecido : es policía. Y sí había una camita ahí que nadie usaba, anotó pensativo, mientras encendía un cigarro con la colilla del anterior.

No se acuerda, en cambio, de los búngalos en que nos quedábamos. La verdad es que yo no los tuve nada claros hasta que volví, eran un amasijo confuso por la distancia, pero tanto mi hermana como el mayor están de acuerdo en que todos eran idénticos a pesar de que estaban en pueblos con distintos nombres –todos igual de impronunciables porque el purépecha es una de esas lenguas autoabsortas que se quedaron sin parientes ni descendencia.

Hice un ejercicio : le pedí al mayor que describiera por carta la cocina del búngalo de Erongarícuaro y, con el papel en la mano, le pedí por teléfono lo mismo a la Nena, pero sobre el de Handacareo. Las descripciones coincidían despiadadamente. Me inquietó tanto, que repetí el ejercicio, con la habitación de los niños. Era más fácil, porque no tenía ninguna peculiaridad, salvo unas cobijas estampadas con una representación demasiado colorida de Calzontzin, el último rey purépecha. Ambos volvieron a recordar lo mismo, pero la realidad mostró una rajadura : él contó cuatro camas en la impresión de su memoria y ella cinco ; había una quinta arrinconada y más chiquita. Sentí todo en falta y le pregunté, tal vez con demasiado énfasis, si aquella cama sería también para la Yaya. Ya deja eso, me dijo ; por entonces las familias eran más grandes, así que si alguien ponía un búngalo en renta, metía las camas que podía en los cuartos de los niños. Volví al mayor, y estaba ciertísimo de que las camas eran sólo cuatro y tenían las colchas estampadas con la imagen de Calzontzin sobre un fondo rojo. Ya sabes, me dijo, ese amor misteriosísimo por las figuras de derrota que se repite por toda la República. Inevitablemente, le pregunté por qué decía la República en lugar de México. Porque México es el DF, me dijo.

Tengo que reconocer que utilizo esa pequeña disputa sobre los nombres de la ciudad y el país porque es la que mejor me sirve para romper el punto de gravedad de las pequeñas certezas del mayor y la Nena. Yo sé por qué le dicen México a la capital y la República al resto del país. Es un registro antiguo, el surco en el romance de una lengua como de pájaros que nosotros ya no hablamos ; el cascarón roto de un mundo en que había reinos en los que todavía nadie soñaba que existiera un reino de reinos llamado Castilla. Reinos que fueron llamados mexicanos sólo porque México era el más potente el día en que llegaron los conquistadores.

El reino de Nueva España, el de Nueva Galicia, el marquesado de Oaxaca, la Capitanía de Guatemala ; los castellanos clonando a sus reinos españoles en una tierra que no entendían, y los antiguos habitantes de los reinos americanos extrañados ante una nomenclatura con significado sólo burocrático. La palabra “México” quería decir algo : el centro del lago, el ombligo del conejo, el cordón umbilical de la luna, la columna del mundo. ¿Qué significaba Nueva España ? ¿Nueva Galicia ? Nada. Era como empezar a llamarse de un día para otro “Estados Unidos de América” o “República Oriental del Uruguay” ; categorías gubernamentales, descriptivos políticos : La República, un sistema de gobierno confundido con el suelo en que está asentado.

Si mi hermano mayor le dice a su mujer y su hija Vamos a México, repite en romance y sin darse cuenta la voz de pájaro antiguo de unos comerciantes purépechas a quienes se les llenó la boca de admiración y miedo cuando lo dijeron hace quinientos años : Vamos a México.

Cuando volví a la capital de los purépechas comí, frustrado por no encontrar los búngalos, en un restorancito de la rivera y me senté instintivamente de espaldas al agua y sus dioses. Vi hacia la sierra. El camino se me abrió como por hechizo cuando reconocí los cerros. Me terminé mi pescado blanco, pagué la cuenta y seguí de memoria los pasos de los pantalones blancos de nuestros padres, sus tobillos abultados por los casacabeles. Con el oriente puesto en los cerros, fui recorriendo las calles que eran las mismas aunque ya no estuvieran empedradas y circularan por ellas mucho más coches y mucho menos indios que antes : que todo se transfigure, no significa que algo falte.

El edificio de los búngalos se me reveló en una esquina por la que había pasado mil veces durante la mañana. Estaba convertido en una oficina de la policía. Pensé, aunque nunca se lo he vuelto a preguntar, que el hermano de en medio si había vuelto.

Se quedó pensativo el día en que le pregunté sobre los búngalos. Reconoció que no se acordaba bien. ¿El dueño era un gringo ?, dijo. Ya había entrado a la fase de obstinación silenciosa en la que se acomoda después de su quinto vaso de ron con agua, sin hielos. Se quitó los lentes de vidrios pardos que usa incluso en interiores, para tallarse los ojos. Los dejó sobre la mesa y volvió a encender un cigarro con la colilla del que ya se le terminaba. Michoacán, dijo, es una hermosa palabra, y se volvió a quedar callado. Papá y mamá nunca la usaban, le dije. Hizo algo que en su cara de policía desmoronándose equivalía a una sonrisa mientras negaba con la cabeza. Qué raros eran, ¿te acuerdas cómo le decían ? Afirmé : Puréh’pecherío, Vamos a Puréh’pecherío, inolvidable. Papá se pasaba el viaje repitiendo la palabrita ; no se cansaba. ¿Nunca has vuelto ?, le pregunté. Trabajo siempre, dijo, y cuando hay algo en el Puréh’pecherío mandan al ejército : es tierra de guerrilleros y narcos ; la policía no entra ahí ; para nosotros, es otro país.

Tú deberías volver, me dijo, si yo tuviera que encontrar a Robin iría ahí. ¿A dónde ? Lo pensó un poco, se volvió a tallar los ojos : A Tzintzuntzán ; ahí es a donde más íbamos ; de allá venían papá y mamá cuando el accidente. Eso del accidente sólo te lo crees tú, le dije. Vi las actas, me respondió. Le debo haber ofrecido una mirada demasiado expectante, porque completó : Ni lo pienses, no decía nada ahí de ningún Robin.

Tal como habíamos sospechado que sucedería, nuestros padres no volvieron una noche. Simplemente no llegaron a cenar, así que vimos Starsky y Hutch, Las Calles de San Francisco y hasta Columbo. No nos bañamos. Tampoco a la mañana siguiente, en que nos hicimos un desayuno de príncipes aprovechando su ausencia. Al día siguiente estábamos escuchando el disco de Pinocchio cuando tocaron a la puerta. Era la vecina, que había transitado del impedimento verbal al silencio perfecto, los ojos cuajados de lágrimas.

Nos separaron. A mi hermana y a mi nos fue mejor con la tía Amelia : nuestra infancia fue sólo triste. La del mayor y el de en medio fue dura, pero no sé en qué medida porque nunca hablan de ella. Nos juntaban en Navidad. Todavía lo hacemos : nos juntamos en Navidad aunque nos la pasemos peleándonos toda la cena. Nos damos regalos porque seguimos siendo una familia aunque ya nadie se tome de las manos con los ojos cerrados : la aguja de la vida, avispa en la nuca.

A mi me sigue pareciendo raro que nuestros padres se hubieran accidentado justo después de hacer su testamento, le dije al de en medio el día que me propuso que fuera a Tzintzuntzán. La gente tiene vislumbres, me dijo mientras jugaba con sus lentes, en mi trabajo lo veo diario, gente que sospecha algo y va y sucede ; yo puedo reconocer cuando alguien anda metido en problemas con sólo sentirlo pasar. ¿Mamá y papá andaban metidos en algo ? No sé, era niño ; tampoco los recuerdo tan claro. ¿Robin ? ¿Qué ? ¿Y si se lo dieron a un pariente que se escapó con él ?, ¿a la tartamuda ? Te digo que vi el expediente ; todo estaba ahí, el testamento, las actas, quiénes iban con la tía Amelia y quiénes al orfanato. A mi me cuesta pensar que algún día los tuvimos, le dije, lo que recuerdo es la tele y que la apagaban. No les vas a perdonar que nos hayan dejado huérfanos, me dijo, que se hayan ido a Tzinzunzán sin nosotros ; yo creo que lo de Robin viene de ahí. ¿De dónde ? No sé, a lo mejor es un sueño. No es un sueño. Ve a Tzintzuntzán, quien quita y encuentras algo. ¿Qué voy a encontrar ? A tu pájaro. Dale con eso.

Se volvió a poner los lentes y pidió la cuenta con un gesto. Me miró y murmuró : Yo invito. ¿No será peor ir ?, le pregunté. ¿Sabes qué quiere decir “Tzintzuntzán” ? Ni idea. “Lugar de colibríes” ; tal vez le hayan puesto Robin a tu hermanito porque no le podían poner Colibrí. Si existió, le dije, era nuestro hermanito, no sólo mío. Si existió, dijo, ocupó tu lugar. ¿Qué quieres decir ? Yo no quiero decir nada. ¿Un fantasma ? Los fantasmas no existen. Ven conmigo, le dije. Siempre trabajo. En Navidad no. Somos una familia a pesar de todo. Robin era de todos, como la Navidad, le dije ; ven conmigo. Robin, me dijo, era tuyo porque se metió en tu surco ; ve solo.

Entré a la oficina de la Policía Municipal de Tzintzuntzán y le pregunté a la señorita demasiado joven que atendía el módulo de información ciudadana si aquel edificio había sido alguna vez un hotel de suits –ya nadie dice búngalos. Me dijo que no sabría decirme y le dio media vuelta a su silla giratoria. Gritó, mirando hacia los escritorios de sus compañeros de trabajo, si alguien sabía qué había sido ese edificio. Me avergonzó que alguien ventilara de manera tan pornográfica un momento crucial de ese tramo corto y sagrado en que fuimos una familia con mamá y papá, con baños obligatorios y viajes en coche, con casa y tele. Una señora afirmó con la cabeza. Era un hotel, dijo, de un gringo. Le pregunté si podría decirme donde podía encontrar a ese gringo y me dijo que no porque lo habían deportado. Estaba loco de remate, añadió, se creía el rey de los purépechas y hacía sacrificios.

En Navidad el de en medio me regaló un CD con el cuento de Pinocchio.

Traduit par Álvaro Enrigue

Parce que la parole n’est pas amour

mais un assassin.

Leopoldo María Panero

J’arrivai à Tzintzuntzan à la tombée de la nuit et le reconnus à peine. Ç’avait toujours été un village misérable malgré ses grandeurs passées, mais là il était devenu parfaitement affreux : décrépi, il grouillait de vendeurs ambulants aux babioles identiques d’un lieu à l’autre et de disques piratés assourdissants ; un autre empire de l’architecture post troisième guerre mondiale dont la planète est riche : des petites maisons d’un seul bloc aux structures jetées pour un troisième étage qui n’arriverait jamais, surmontées de réservoirs d’eau comme des tours de guet aveugles.

Je m’étais rendu là parce que nous avions un cinquième frère. Ça c’est ce que moi je pense ; tous les autres disent que ce n’est pas sûr, que c’était mon frère à moi seulement et qu’il n’existait que dans mon imagination. Ma sœur insiste : moi je ne me souviens pas de lui parce qu’il n’existait pas, mais de son fantôme oui, tu l’appelais Robin.

Bien que je ne puisse me souvenir de son visage ni d’aucune manie caractérisant Robin, je garde gravés dans les sillons de mon cortex cérébral le bruit de sa respiration et la chaleur de sa main, un peu plus charnue et beaucoup plus petite, engourdie dans la mienne pendant le Festin des Nains.

Nous vivions dans un appartement tout en longueur et rempli de choses, dans lequel il y avait deux chambres pour les enfants. Dans l’une d’elle nous dormions les deux aînés et moi, dans l’autre ma sœur toute seule, avec un petit lit à côté du sien. Pourquoi alors y avait-il un deuxième lit dans ta chambre, lui demandai-je quand elle me soutint que Robin n’existait pas. C’était pour les invités, me répondit-elle. On n’avait jamais d’invités. Comment ça, dit-elle, et Mamie quand elle venait rendre visite à ses amies de Mexico ? A partir de ce moment la conversation prit un mauvais tour. Pourquoi dis-tu Mexico ? lui demandai-je puisque Mexico désigne tout le pays ? Pourquoi tu ne dis pas le D.F comme tout le monde ? Parce que c’est comme ça qu’on nous a appris, répliqua-t-elle.

Moi je ne me souviens pas de Mamie. Elle est morte quand j’étais bébé, et donc, s’il lui est arrivé d’utiliser le deuxième lit de la chambre de ma sœur, c’était avant ma naissance, et a fortiori, avant celle de Robin qui était plus petit que moi. Nous n’étions pas de ceux qui ont des grands-parents à qui on rend visite en province, avec une maison grande et aérée, une bonne affectueuse, de la limonade, des chiens, des adieux tristes à la fin des vacances. Nous n’avions rien de tout cela. Seulement un papa et une maman qui travaillaient toute la journée et qui compensaient le week-end par des voyages éclairs dans des endroits peut-être trop éloignés pour les quarante-huit heures de repos auxquelles a droit une victime de la semaine anglaise. Ils avaient une prédilection pour la région des lacs de Michoacan, où nous nous rendions à une fréquence inconfortable.

Quand je revins plusieurs années après, j’arrivai de nuit et je demandai à l’hôtel qu’on m’indique l’immeuble des appartements de location où nous avions l’habitude de loger. C’était un immeuble blanc, avec des balcons, près du centre du village, qui avait grandi dos au lac. Vous imaginez, me dit l’employé, combien d’immeubles ont servi d’hôtel ici ? Il avait raison. Il me semble, lui dis-je, qu’il appartenait à un gringo. Il dit : Bah, et il me recommanda d’aller à l’office du tourisme ou au bureau de la planification urbaine. De quelle planification on parle ? lui dis-je, le village est une ruine. Il me répondit d’un énigmatique : C’est bien pour ça, qu’on pouvait attribuer soit à l’absence de plans soit à la présence d’un gringo. Le lendemain je me réveillai de bonne heure et je partis à la recherche de l’immeuble rue après rue. Tzintzuntzan est resté un petit village bien qu’il ait été un jour une capitale qui se mesura glorieusement aux redoutables Aztèques. Un monde entier découpé en tranches par l’Histoire, cette déesse centraliste et stupide, qui a transformé Mexico, qui était une ville, en un pays. Nous, nous avons grandi à Mexico, la ville pays.

Je suis sûr que Robin n’était pas dans la voiture quand papa nous amenait à l’école le matin dans une course folle. Il devait rester à la maison, peut-être avec la voisine : quand nous étions petits, nous mangions toujours chez elle. C’était une vieille douce et bègue qui s’appelait Tina. Nos parents lui payaient un salaire mensuel pour nos dépenses et pour les jours où elle devait s’occuper de l’un de nous qui était tombé malade.

Pendant les périodes de cours nous allions de l’école à l’appartement de Tina, mais l’été — bien qu’elle ait peut-être été chargée de nous garder — nous ne la voyions pas avant deux ou trois heures de l’après midi. Elle frappait à la porte de notre appartement et criait Aàà taaaable sans attendre que nous lui ouvrions. On sortait en troupeau les mains déjà propres — sa salle de bains nous rendait nerveux — et nous trouvions sa porte ouverte.

Moi, ça c’est sûr, j’allais déjà à l’école à l’époque à laquelle remonte mon unique souvenir physique de Robin : sa main tiède et potelée. Quand j’évoque sa présence, ma mémoire est bordée par l’esprit de liberté qui soufflait sur les vacances d’été : les cinq enfants seuls à la maison, jouant au Monopoly, regardant le programme de Guillermo Ochoa à la télé, ou célébrant le Festin des Nains. Nous restions tous les quatre seuls à la maison, en vertu de la théorie que nous nous gardions les uns les autres.
Nous avions différents 33 tours de contes pour enfants. Celui de Cendrillon était en acétate rose très opaque. Il sautait au moment où les demi-sœurs essayaient la pantoufle de vair. Nous en avions un de Gabi, Fofo y Miliqui, des clowns argentins, dans les sillons duquel était gravé le premier poème que j’ai appris.

Une seule larme Ruperta a versé

Mais pourquoi ?

Parce qu’un seul œil elle avait

Le vers me revient quand je pense à Robin.

Il manquait un morceau au disque de Pinocchio et il fallait l’écouter à partir de l’entrée en scène du renard face a et en se passant de ce qui ce qui pouvait se dérouler avant l’apparition des oreilles d’âne, face b. Je n’ai jamais su ni comment le conte commençait ni comment il se faisait que l’enfant doué de mouvement mais dépourvu d’âme mérite un châtiment aussi terrible et à l’allure si classique que d’être affublé d’une queue et d’oreilles d’âne.

Celui qui remportait tous les suffrages était Blanche-Neige. Nous l’écoutions tellement que nous le connaissions par cœur et que nous le mettions en scène chaque jour : l’appartement entier tenait lieu de bois et la table de la salle à manger était la cabane.

La représentation du Festin des Nains se faisait sans public, de sorte que son charme ne venait pas de l’intensité avec laquelle on jouait son rôle mais de la précision millimétrique avec laquelle chacun répétait ses répliques jusqu’à la fin. Nous aurions pu inviter la voisine et en sa qualité d’employée de maison elle aurait vu le spectacle et elle aurait même applaudi, pourtant le jeu ne consistait pas à raconter quelque chose, mais à l’accomplir ; il ne prétendait pas laisser une trace sur le monde mais lui être loyal, suivre ses instructions : que chacun trouve la destinée qui lui appartenait en suivant avec une fidélité d’intégriste son sillon. Le Festin des Nains était juste pour nous, qui étions fermés comme le sont peut-être tous les enfants. Notre sœur était Blanche-Neige et la sorcière ; moi j’étais Grognon, Chasseur et Dormeur ; l’aîné, en plus d’être ses nains, était le prince.
Le jeu commençait avant la représentation, au moment de ce qui aurait été la répétition si ce que nous faisions avait été du théâtre. Nous enlevions la table qui était au centre de la pièce, l’aîné mettait le disque et nous nous allongions sur le tapis, en suivant l’ordre de notre rang dans la fratrie, pour écouter les yeux bien fermés. Pour renforcer notre concentration, nous nous prenions par la main, formant un cercle organisé par âge. Robin entre l’aîné et moi. De là date mon souvenir. Dans ma main gauche la paume de Robin, tiède et potelée. Mes yeux n’ont enregistré qu’une chose : bien que je ne me souvienne pas de son visage, j’ai le souvenir bien net de ses ongles sales. Les plis des articulations de ses phalanges gardant les filaments de crasse qui distinguent les enfants des bois, les jointures de ses articulations formaient encore des fossettes.

Nous, nous étions un peu plus propres que Robin. Maman et Papa arrivaient dans la nuit et nous décrochaient de la télévision, à laquelle nous restions collés la plupart du temps. Nous l’allumions après le repas chez Tina, quand commençait le programme de dessins animés et on continuait avec les séries d’aventures américaines. Nous ne faisions jamais nos devoirs mais cela n’avait aucune importance parce que personne n’était au courant sauf nos maîtresses, qui de toute façon appartenaient au monde résigné et presque imaginaire de l’école : leur présence n’était pas reliée à la réalité, qui s’évanouissait à la porte de l’appartement.

Nous réussissions presque toujours à voir une ou deux des séries policières de la soirée —interdites au reste des enfants — avant que nos parents n’arrivent dans un tourbillon d’instructions pour nous faire quelque chose à manger et nous persuader d’aller à la douche. Si Robin avait toujours à ce moment là les jointures des doigts sales il est probable qu’on lui avait déjà préparé son lait et qu’il s’était endormi dans son petit lit, à côté de ma sœur. Voilà pourquoi il était moins propre que les autres. Il est possible d’inventer le souvenir d’une main, de mentir à son propos, mais une main sale ? Les liserés de crasse me paraissent la preuve que le sillon de Robin a été réel.

Pourquoi le lit dans la chambre de la Nena était plus petit ? demandai-je un jour à l’aîné. Il vit hors de la capitale, dans une ville ensoleillée qui a une plage. J’avais été le voir pendant les vacances seulement parce qu’on m’avait donné mes congés et que je ne savais pas où aller. La distance lui a réussi à lui : il a un appartement avec vue, une jolie femme, une fille marquée par ce signe de la chance qu’est l’ingratitude. Nous, nous n’aurions jamais fait une colère : nous avions le sentiment, nourri par la voisine bègue quand nous nous tenions mal, que nos parents pouvaient simplement ne pas revenir pour nous forcer à prendre notre bain, de sorte que nous remerciions avec une obéissance quelque peu canine leur apparition quotidienne comme une comète à deux têtes.

Je ne sais pas, me répondit mon frère et on percevait le désarroi de celui dont les certitudes vacillent, dans le regard qu’il posa sur la digue pendant qu’il reposait avec précaution son verre de Coca sur la balustrade de la terrasse. Il faisait chaud et la soirée sinistre et pleine de bestioles des tropiques tombait sur nous. Mamie devait être toute petite, dit-il, même si en vérité je ne me souviens pas d’elle en robe de chambre dans l’appartement de Mexico. Pourquoi dis-tu « Mexico » ? lui demandai-je à lui aussi, mais il ne réagit pas de façon défensive comme ma sœur. C’est comme ça qu’on dit en province, dit-il. Mais tu n’es pas de la province. Ma fille si, et on est d’où grandissent nos enfants. Il s’assit sur une chaise longue sans s’allonger complètement : il resta sur le tranchant. Il se frotta le visage la tête avant de me dire : tous les gens sont d’où sont leurs parents, mais nous nous étions comme détachés d’eux, du coup nous sommes d’où sont nos enfants. Et moi qui n’ai pas d’enfants ? Regarde comme tu manques d’attache. Je lui dis : c’est comme si nous venions de la télé, tu crois pas ? Et j’essayais de baisser le volume émotionnel avec une plaisanterie : ou du tourne-disque ; en fait nous sommes les enfants des Nains. Il me regarda très sérieusement : quels nains ? Ceux du Festin, lui répondis-je. Quel Festin ? Le jeu de Blanche-Neige. Il haussa les épaules. Je ne me souviens pas de ça, dit-il. Je parlai de la représentation, l’image qui ne me laisse pas de répit : les enfants allongés par terre, formant un cercle les mains serrées et les yeux fermés, je répétai même une réplique qui est restée coincée quelque part par là et qui affleure de temps à autre, Robin entre lui et moi ; ça ne me dit rien du tout, mais Robin était imaginaire, ça c’est sûr, tu as demandé aux autres ? La Nena se souvient du disque, lui dis-je, et a des doutes sur les représentations, mais elle est sûre que nous faisions un cercle en nous tenant par la main. Tu étais plus petit que nous, on te laissait divaguer, peut-être qu’une fois ça a laissé des traces.

Je suis sûr que ce n’est pas le cas mais je préférai changer de thème. Tu te souviens des voyages à Michoacan ? Il soupira bruyamment. Quelle corvée ! Quelle manie, non ? de faire des voyages qui demanderaient une semaine en deux jours. Et toujours aux lacs, dit-il ; toujours le même voyage, pour aller dans ces appartements, pour s’habiller en blanc, se mettre des clochettes aux chevilles, quelle idiotie !

Les appartements me revinrent en mémoire. Jusqu’à la date de cette conversation ils s’en étaient totalement effacés. Je m’allongeai dans la chaise longue à côté de la sienne, complètement. J’avalai une grande gorgée de mon soda. C’est quoi cette histoire de clochettes aux chevilles, lui demandai-je ? Papa et maman pratiquaient la danse traditionnelle aztèque. Ils croyaient aux vibrations, à la terre mère, aux dieux du lac ; tu ne te souviens pas ? Non. On arrivait à Michoacan et quelle que soit l’heure, ils enfilaient leurs costumes blancs et mettaient leur paliacate rouge autour du cou, puis nous allions voir le lever du soleil sur le lac et ils dansaient avec des clochettes, j’imagine qu’ils travaillaient tellement que c’est comme ça qu’il se défoulaient. Je ris, nos parents ont toujours été un mystère pour moi.
Alors tu ne te souviens pas du Festin des Nains ? j’insistai. Il fit un geste de négation. C’est la preuve qui me reste que Robin n’était pas imaginaire, complétai-je. Robin n’a pas existé. Il le dit avec tristesse, sa tête se balançant en signe de négation comme celle d’un éléphant captif. Et après une pause minuscule : tu sors toujours avec Martha ? Non. Ça va bientôt devenir ridicule que tu continues à avoir des petites copines, déclara-t-il presque pour lui même. Puis il essaya de se rattraper : sans vouloir te vexer. Que veux tu que je fasse, dis-je, j’ai toujours senti qu’il manquait à mon cerveau le morceau avec lequel on prend des engagements. Comme au disque de Pinocchio dit-il et il se mit à rire. Si on l’avait appris par cœur quand il était entier celui-ci, lui dis-je, c’est sûr, j’aurais neuf enfants maintenant et je les emmènerais à Michoacan le week-end. Non, ça non.

À Tzintzuntzan, je cherchai l’immeuble des appartements toute la matinée. Je le cherchai en commençant par le centre du village et en traçant des cercles de plus en plus larges jusqu’à atteindre la rive du lac. Je n’eus pas de chance, et pourtant on avait passé une bonne dizaine ou quinzaine de week-ends là quand on était petits.

Désormais on prend une route à un million de voies et on arrive en deux ou trois heures à la lagune de Cuitzeo, de là on est déjà pas si loin des villages de la rivière et même de Yuriria, qui a sa propre lagune. Après la déviation pour Morelia, il faut tout au plus une autre heure et demie pour arriver au lac de Patzcuaro et les villages qui l’entourent. C’est là qu’est Tzintzuntzan.

Quand nous étions petits, ce n’était pas comme ça : il fallait faire plein de montagne et de petites routes à double sens, il fallait s’arrêter dans les villages pour changer les courroies du moteur parce qu’elle brûlaient dans les montées, il fallait avancer à une allure de tortue derrière des camions trop chargés ou des bétaillères de cauchemar sur lesquelles s’accumulaient des cages et des cages de cochons vivants qui criaient comme des enfants, en se chiant et se pissant les uns sur les autres en route pour l’abattoir.

Le frère du milieu, qui était le plus sentimental, entrait dans des transes d’angoisse en pensant au petit cochon dont la cage serait restée au-dessous et au centre de la plate-forme du camion. Si notre père ne parvenait pas à doubler rapidement le camion, il en venait même à pleurer.

Nous avions un Rambler 71 bleu ciel, tout déglingué selon les luxueux standards automobiles de ce monde dans lequel n’importe qui peut solliciter un prêt à la banque, acheter une voiture de dix mille cylindres, et se lancer sur les routes à un million de voies. Avant ce n’était pas comme ça. On utilisait les voitures jusqu’à la fin. Nos parents étaient assis devant, une petite glacière entre eux, et nous tassés derrière, Robin, comme le petit cochon du milieu du camion, serré entre les autres frères. Nous ne nous chiions et pissions pas les uns sur les autres, mais il nous arrivait de nous vomir dessus quand notre père allait vite et qu’il y avait beaucoup de virages.

Le frère du milieu est le seul qui doute avant de nier l’existence de Robin. Il dit : qui sait, papa et maman étaient bizarres. Mais lui il n’a jamais pu rien croire : son sentimentalisme l’a poussé à vivre dans une irréalité destructrice qui dévore tout ce qu’il touche. C’était lui qui était chargé de passer les sodas. Je ne sais pas si nos parents le trouvaient plus digne de confiance ou s’il s’agissait d’une de ces règles établies sans origine ni destin par lesquelles les enfants administrent leur vie. Je peux avoir un coca ? disait l’un de nous et notre mère répondait que oui. Alors, celui du milieu, quelle que soit sa place, tendait la main et sortait des boissons pour tous : il était inimaginable que si l’un de nous avait un coca, il y en ait un qui n’en ait pas.

Lui se souvient qu’il sortait toujours quatre boissons, et seulement quatre, de la glacière, mais il concède que si Robin a existé, il aurait été trop petit pour boire une bouteille. Alors, toi tu te souviens ? lui ai-je demandé les mille fois que sa patience de saint me l’a permis. Non, dit-il toujours. Je ne me souviens pas et je crois que je me souviendrais, mais la mémoire fonctionne ainsi, avec des zones d’ombre.

Lui se rappelle très clairement en revanche que nous jouions au Festin des Nains : nous sommes d’accord sur le fait que le cercle d’enfants qui se tenaient par la main les yeux fermés fut le meilleur moment de nos vies à tous. À partir de ce moment là tout a dégringolé m’a-t-il dit un jour avec une expression qui m’a fait croire qu’il allait se mettre à pleurer comme il pleurait pour les petits cochons. Il ne le fit pas. Il s’est endurci : il est policier. Et oui il y avait là un petit lit dont personne ne se servait, remarqua-t-il pensif, pendant qu’il allumait un cigare avec le mégot du précédent.

Il ne se souvient pas en revanche des appartements dans lesquelles nous séjournions. Je dois dire qu’ils ne m’étaient pas revenus clairement à la mémoire avant mon retour, ils étaient pris dans une masse confuse à cause de la distance, mais ma sœur comme mon frère sont d’accord sur le fait qu’ils étaient tous identiques bien qu’ils aient été dans des villages avec des noms différents – tous aussi imprononçables les uns que les autres parce que le purépecha est une de ces langues qui s’est autoabsorbée, sans parenté, ni descendance.

J’ai fait un exercice : j’ai demandé à l’aîné de me décrire dans une lettre la cuisine de l’appartement de Erongarícuaro, et le papier en main, j’ai demandé par téléphone la même chose à la Nena, mais sur celui de Handacareo. Les descriptions coïncidaient cruellement. Ça m’a tellement inquiété que j’ai répété l’exercice, avec la chambre des enfants. C’était plus facile, parce qu’il n’y avait aucune particularité, sauf quelques dessus de lit imprimés avec une représentation trop colorée de Calzontzin, le dernier roi purépecha. Tous les deux se rappelèrent la même chose, mais la réalité montra une rayure : lui compta quatre lits dans son souvenir et elle cinq ; il y en avait un cinquième dans un coin et plus petit. Je sentis que je la prenais en faute et je lui demandai, peut-être avec trop d’emphase, si ce lit là, aussi, était pour Mamie. Arrête avec ça maintenant, me dit-elle. Tu sais qu’avant les familles étaient plus grandes, et que si quelqu’un mettait un appartement en location, il plaçait les lits qu’il pouvait dans les chambres pour enfants. Je revins à l’aîné et il était sûrissime qu’il n’y avait que quatre lit et que leurs dessus de lit avaient, imprimée, l’image de Calzontzin sur un fond rouge. Tu sais bien me dit-il, cet amour si mystérieux pour les figures de la défaite qui se répète dans toute la République. Inévitablement, je lui demandai pourquoi il disait la République au lieu de Mexico. Parce que Mexico c’est le D.F me dit-il.

Je dois reconnaître que j’utilise cette petite dispute sur les noms de la ville et du pays parce que c’est la plus efficace pour ébranler l’équilibre des petites certitudes de l’aîné et de la Nena. Moi je sais pourquoi ils appellent Mexico la capitale et La République le reste du pays. C’est un ancien registre, le sillon tracé dans le castillan, d’une sorte de langue d’oiseaux que nous ne parlons plus ; la coque brisée d’un monde dans lequel il y avait des royaumes dans lesquels personne encore ne rêvait qu’il existait un royaume des royaumes appelé Castille. Des royaumes qui furent appelés mexicains seulement parce que le royaume de Mexico était le plus puissant le jour où arrivèrent les conquérants.

Le royaume de la Nouvelle Espagne, celui de la Nouvelle Galice, le marquisat de Oaxaca, la Capitainerie de Guatemala, les castillans clonant leur royaumes espagnols sur une terre qu’ils ne comprenaient pas et les anciens habitants des royaumes américains déconcertés par une nomenclature à la signification uniquement bureaucratique. Le mot « Mexico » voulait dire quelque chose : le centre du lac, le nombril du lapin, le cordon ombilical de la lune, la colonne du monde. Que signifiait Nouvelle Espagne ? Nouvelle Galice ? Rien. C’était comme se mettre à s’appeler du jour au lendemain « États Unis d’Amérique » ou « République Orientale de l’Uruguay » ; des catégories gouvernementales, des descriptifs politiques : La République, un système de gouvernement confondu avec le sol sur lequel il était établi.

Si mon grand frère dit à sa femme et à sa fille, On va à Mexico, il répète en castillan et sans s’en rendre compte la voix d’oiseau de commerçants purépéchas, qui se trouvèrent la bouche remplie d’admiration et de peur quand on leur dit il y a cinq cents ans : On va à Mexico.

Quand je revins à la capitale des purépéchas je mangeai, frustré de ne pas trouver les appartements, dans un petit restaurant près de la rivière et je m’assis instinctivement en tournant le dos à l’eau et à ses dieux. Je regardai en direction de la montagne. Le chemin s’ouvrit à moi comme par enchantement quand je reconnus les monts. Je finis mon poisson blanc, payai la note, et suivis de mémoire les pantalons blancs de nos parents, leurs chevilles épaissies par les clochettes. J’avançai en prenant comme cap les monts, je parcourus les rues qui étaient les mêmes bien qu’elles ne soient plus pavées et que circulent dessus beaucoup plus de voitures et beaucoup moins d’indiens qu’avant : que tout se transfigure ne veut pas dire que quelque chose manque.

L’immeuble des appartements m’apparut au coin d’une rue par laquelle j’étais passé mille fois durant la matinée. C’était devenu un commissariat. Je pensai, bien que je ne lui aie jamais redemandé, que le frère du milieu était bien revenu.

Il était resté pensif le jour où je lui avais posé des questions sur les appartements. Il avait reconnu qu’il ne se souvenait pas bien. Le propriétaire était un gringo ? Il était déjà entré dans la phase d’obstination silencieuse dans laquelle il s’installait après son cinquième verre de rhum avec de l’eau et sans glaçons. Il enleva ses verres fumés qu’il porte même à l’intérieur, pour se frotter les yeux. Il les laissa sur la table et alluma un nouveau cigare avec le mégot de celui qui se terminait déjà. Michoacan, dit-il, est un très beau mot, et se tut à nouveau. Papa et maman ne l’employaient jamais, lui dis-je. Il fit quelque chose qui, sur son visage de policier tombant en ruine, équivalait à un sourire, en même temps qu’il secouait la tête en signe de négation. Comme ils étaient bizarres. Tu te rappelles comment ils l’appelaient ? Je répondis par l’affirmative : Puréh’pecherio, En route pour Puréh’pecherio, inoubliable. Papa passait le voyage à répéter le mot, il ne se lassait pas. Tu n’y es jamais retourné, lui demandai-je ? Je travaille tout le temps, dit-il, et quand il y a quelque chose au Puréh’pecherio ils envoient l’armée : c’est une terre de guerrilleros et de narcotrafiquants ; la police ne pénètre pas là-bas, pour nous c’est un autre pays.

Toi tu devrais y retourner, dit-il, si je devais retrouver Robin c’est là que j’irais. Où ça ? Il réfléchit un moment, puis se frotta encore les yeux : à Tzintzuntzan. C’est là que nous allions le plus souvent ; c’est de là que revenaient papa et maman quand ils ont eu leur accident. Cette histoire d’accident il n’y a que toi qui y croit, je lui dis. J’ai vu les rapports me répondit-il. Je dus le gratifier d’un regard trop plein d’espoir car il ajouta : Oublie, il n’y avait rien là dedans sur le moindre Robin.

Tout comme nous nous doutions que cela arriverait, un soir nos parents ne revinrent pas. Tout simplement, ils n’arrivèrent pas pour le dîner, et on regarda Starsky et Hutch, Les rues de San Francisco et même Colombo. On ne se lava pas. Le lendemain non plus et on se fit un déjeuner de princes en profitant de leur absence. Le lendemain on était en train d’écouter le disque de Pinocchio quand quelqu’un frappa à la porte. C’était la voisine, qui était passé de son langage entravé au silence parfait, les yeux remplis de larmes.

On nous sépara. On s’en sortit mieux ma sœur et moi avec la tante Amelia : notre enfance fut seulement triste. Celle de notre grand frère et de celui du milieu fut dure, mais je ne sais pas dans quelle mesure car ils n’en parlent jamais. On nous rassemblait à Noël. Nous le faisons encore : on se retrouve à Noël bien qu’on passe le dîner à se disputer. On s’offre des cadeaux parce qu’on est toujours une famille même si personne ne se prend plus par la main les yeux fermés : l’aiguille de la vie, guêpe dans la nuque ?

Moi je continue de trouver étrange que nos parents aient eu un accident juste après avoir fait leur testament, dis-je au frère du milieu le jour où il me suggéra d’aller à Tzintzuntzan. Les gens ont des visions me dit-il tout en jouant avec ses lunettes, dans mon travail je le vois tous les jours, des gens qui se doutent de quelque chose, et ne suivent pas leur intuition et ça arrive ; moi je peux sentir quand quelqu’un a des ennuis, rien qu’en le croisant. Papa et maman avaient des ennuis ? Je ne sais pas, j’étais un enfant ; je ne me souviens pas bien d’eux non plus. Robin ? Quoi ? Et s’il avait été confié à un parent qui s’était échappé avec lui ? à la bègue ? Je te dis que j’ai vu le dossier, tout y était, le testament, le rapport, qui allait avec la tante Amelia et qui allait à l’orphelinat. Moi j’ai du mal à penser qu’un jour nous avons eu nos parents, lui dis-je, ce dont je me souviens c’est de la télé, et qu’ils l’éteignaient. Tu ne leur pardonneras pas de nous avoir laissés orphelins me dit-il, d’être partis à Tzintzuntzan sans nous ; moi je crois que cette histoire de Robin vient de là. D’où ? Je ne sais pas, peut-être que c’est un rêve. Ce n’est pas un rêve. Va a Tzintzuntzan, qui sait, peut-être que tu trouveras quelque chose. Qu’est-ce que je vais trouver ? Ton oiseau. T’es lourd avec ça.

Il remit ses lunettes et demanda l’addition d’un geste. Il me regarda et murmura : c’est moi qui invite. Ça ne sera pas pire si j’y vais ? lui demandai-je. Tu sais ce que veut dire Tzintzuntzan ? Pas la moindre idée. « Le lieu à colibris ». Peut-être qu’on a appelé ton petit frère Robin parce qu’on ne pouvait l’appeler Colibri. S’il a existé, c’était notre petit frère, pas seulement le mien. S’il a existé, il a pris ta place. Qu’est ce que tu veux dire ? Je ne veux rien dire. Un fantôme ? Les fantômes n’existent pas. Viens avec moi, lui dis-je. Je travaille tout le temps. A Noël non. On est une famille malgré tout. Robin était à tous, comme Noël, dis-je ; viens avec moi. Robin, me dit-il, était à toi, parce qu’il s’est mis dans ton sillon ; vas-y tout seul.

J’entrai dans le bureau de la Police municipale de Tzintzuntzan et je demandai à la trop jeune fille qui s’occupait de la cellule d’information citadine si cet immeuble avait été un jour un immeuble d’appartements de location. Elle me dit qu’elle ne saurait me dire et elle fit tourner sa chaise d’un demi-tour. Elle cria, en direction des bureaux de ses collègues, pour demander si quelqu’un savait ce qu’avait été cet immeuble avant. J’eus honte que quelqu’un évente de façon aussi pornographique un moment crucial de ce tronçon de route court et sacré durant lequel nous fûmes une famille avec maman et papa, avec des bains obligatoires et des trajets en voiture, avec une maison et une télé. Une dame fit signe que oui avec la tête. C’était un hôtel, dit-elle, il appartenait à un gringo. Je lui demandai si elle pourrait me dire où je pouvais trouver ce gringo, et elle me dit que non parce qu’on l’avait expulsé. Il était fou à lier, ajouta-t-elle, il se croyait le roi des purépéchas et il faisait des sacrifices.

À Noël, le frère du milieu m’offrit un CD avec le conte de Pinocchio.

Par Pauline Hachette

Álvaro Enrigue (México, 1969). Narrateur et critique littéraire, a été professeur de Littérature à l’Universidad Iberoamericana et d’écriture créative à Maryland. Il est depuis 1990 critique littéraire, et a collaboré à des revues et journaux au Mexique et en Espagne. Après avoir travaillé pendant quelques temps comme éditeur de littérature au Fondo de Cultura Económica, il a intégré la rédaction de la revue Letras libres. Il a obtenu le Prix au premier roman Joaquín Mortiz en 1996 avec La muerte de un instalador [Mort d’un installateur]. Il est aussi l’auteur de Virtudes capitales [Vertus capitales] (1998), El cementerio de las sillas [Le cimetière des chaises] (2002), Hipotermia [Hypothermie] (2005) et Vidas perpendiculares (2008), qui vient de paraître aux éditions Gallimard sous le nom de Vies perpendiculaires.